Si todo fuera como acomodar la cabeza en una suave almohada, o sentarse en un mullido sillón de la sala; si todo consistiera en cerrar los ojos y dejarse adormecer por el aire tibio de una tarde de verano; si todo fuera así, de tal manera, para sentir que el descanso esperado traerá por consecuencia un sentimiento de bienestar, tal como para devolverle la agilidad a brazos y piernas, como para ver con mayor nitidez las maravillas de la naturaleza, para tener la fuerza de expansión en el pecho, para sentir el provecho de aspirar una cantidad sobrada de oxígeno, para hacerlo llegar con rapidez y eficiencia a la conciencia, para convencer a la cabeza, que lo que sienten los pies, son ganas de seguir caminando, de seguir flotando o quedado suspendido en el aire después de haber emprendido el vuelo como un ave, que se sabe libre como el viento, y sin esfuerzo, aprovechando ese elemento, planear con tal ligereza que no se sienta el cansancio al sentirse capaz de lograr tal proeza.

Si todo fuera como antes… sí, ya lo sé, siempre ha existido la contraparte, la que te frena, la que te inhibe, la que te paraliza, la que hace que la risa desaparezca de tus labios, porque sientes que al reírte podrías ofender a alguien, o lo que es peor aún, que pueda significar una irresponsable pérdida de energía, al poner a trabajar a los músculos que dejaron de funcionar desde aquel funesto día en el que las ganas de reír se perdieron, para dejar paso al fruncido entrecejo, a los ojos entreabiertos, a la boca seca, a la piel deshidratada; para dar paso, a un descanso simulado que nos se parecía a nada de lo que antes habías experimentado.

No, no se trata del hecho de sentirse viejo, porque hay viejos que nunca se dieron por vencidos y no solo rieron en la vida, sino que se rieron de ella para decirle, aquí no ha pasado nada.

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