Vivimos en la era de la información, y sin embargo, nunca ha sido tan fácil ser víctima de la desinformación. A diario, millones de personas en todo el mundo consumen contenidos que distorsionan la realidad, y en muchos casos, estos contenidos no solo provocan confusión, sino que erosionan los pilares básicos de una sociedad democrática. La expansión de la desinformación ha desencadenado efectos profundos: desde decisiones de salud erróneas hasta la polarización política extrema y la pérdida de confianza en las instituciones. Pero, ¿cómo hemos llegado a este punto y por qué la desinformación parece haberse convertido en una plaga imparable?

Desde el enfoque de Noam Chomsky, filósofo y lingüista, el problema de la desinformación se vincula estrechamente con el poder y los intereses que la manejan. Chomsky sostiene que la información, cuando se presenta de manera manipulada o parcial, sirve a intereses específicos, principalmente de quienes poseen los medios de comunicación o tienen acceso privilegiado a plataformas de alcance masivo. En este modelo, el contenido se distorsiona para influir en la opinión pública, mantener cierto orden o impulsar agendas concretas. Esto ocurre a través de narrativas construidas cuidadosamente para captar la atención, provocar emociones y establecer divisiones en la sociedad. Y el objetivo final no es necesariamente brindar la verdad, sino asegurar la ventaja de determinados grupos.

Según Chomsky, en su obra Manufacturing Consent, los medios de comunicación y otros canales de información están en gran medida controlados por intereses económicos y políticos, que buscan modelar la percepción pública. El resultado es una ciudadanía cada vez más desorientada, donde las personas pierden la capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso, debilitando su capacidad de tomar decisiones informadas. La desinformación, entonces, no solo amenaza la verdad, sino que debilita el funcionamiento de la democracia misma, pues una sociedad confundida es una sociedad vulnerable a la manipulación.

Ante este problema, Chomsky argumenta que la solución debe centrarse en la educación y en el fomento de una ciudadanía crítica. Si las personas adquieren las herramientas para cuestionar lo que leen, escuchan o ven, podrán distinguir mejor entre hechos y opiniones y, eventualmente, entre verdades y falsedades. Para Chomsky, el pensamiento crítico es esencial para enfrentar la desinformación: cuando los ciudadanos no aceptan información sin cuestionarla, se vuelven menos susceptibles a los intereses que pretenden controlarla.

Así, la verdadera solución a la desinformación no es solo restringir o regular los contenidos, sino construir una sociedad que sepa leer entre líneas. Esto implica fomentar la educación mediática desde temprana edad y promover una cultura de cuestionamiento y análisis profundo. El daño de la información falsa no se erradica desde arriba, sino a través de la formación de ciudadanos conscientes, que se sientan responsables y capacitados para distinguir la verdad en un mar de versiones distorsionadas. Solo así lograremos un espacio donde la democracia pueda florecer en lugar de sucumbir a los intereses de unos pocos.