Si es usted fanático o simplemente seguidor de las encuestas, puede empezar a olvidarse de ellas para adelantar al ganador de la elección de gobernador de Tamaulipas, el próximo 5 de junio.
Termómetros de las simpatías populares, estos sondeos que un día sí y otro también leemos o escuchamos en los medios de comunicación, son ciertamente un factor que permite asomarse en parte a las tendencias de voto. Pero hay que enfatizarlo: En parte.
Dé usted un vistazo a los ejercicios de ese tipo hechos públicos por los candidatos a titular del Poder Ejecutivo, llámese Américo Villarreal, César Verástegui o Arturo Diez Gutiérrez. No hay uno solo que se parezca entre sí y por el contrario, arrojan diferencias en algunos casos abismales que en lugar de ofrecer certezas abren la puerta a la sospecha y hasta a la certidumbre sobre arreglos preestablecidos en cuanto a los resultados se refiere.
No quiero aburrirle con una retahila de cifras en diversos procesos electorales y sólo expondré en este espacio la experiencia más cercana registrada en Tamaulipas: El relevo de Egidio Torre Cantú en 2016.
Prácticamente desde que se iniciaron las campañas del priísta Baltazar Hinojosa y del panista Francisco García, el primero parecía estar en esos reportes en un día de campo. Nunca abandonó sondeo tras sondeo en alrededor de dos meses de proselitismo, una cómoda ventaja de por lo menos 10 puntos y al finalizar el período legal de campaña aparecía con 15 puntos adelante del albiazul. Todo era sonrisas en el entorno tricolor.
El saldo fue demoledor, pero para quien se arrogaba el papel de triunfador en forma anticipada. Francisco García aplastó materialmente a Baltazar con más o menos 300 mil votos de diferencia. El resultado dejó por los suelos la credibilidad de las casas encuestadoras, algunas de prestigio histórico. Para qué digo nombres.
¿Qué sucedió?… ¿Por qué fue tan radical el cambio de escenario que pintaba la casi totalidad de las encuestas?
Dos parecen ser las explicaciones posibles.
La primera, que las empresas dedicadas a esos menesteres hicieron honor a su fama de que “el que paga manda” y siempre acomodaron los números para que el candidato de sus amores –económicos– se perfilara como ganador.
La segunda en este caso específico, es un probable arreglo con el gobernador saliente Egidio Torre, que en forma por demás evidente abandonó al candidato de su partido, dejó de cumplir acuerdos financieros, dio manga ancha al aspirante panista para tapizar al Estado con su propaganda y se quedó como testigo de piedra el día de la votación, en donde la operación de la estructura priísta, normalmente brillante, fue más oscura que una noche sin luna.
Hoy los nombres y las circunstancias son diferentes entre los tres candidatos, pero el escenario no deja de tener el mismo piso.
Algunas encuestas ubican a Américo hasta con 20 puntos de ventaja –lo que parece poco factible– y otras otorgan la delantera a Verástegui de forma moderada, con 8 o hasta 10 arriba. Arturo ha sido el más congruente, aunque en este caso no es para aplaudirle, porque nunca ha rebasado un espacio de entre 5 y 7 puntos de simpatía electoral.
De ninguna manera intento decir que se podría repetir el caso de Baltazar con Américo en el rubro de la ventaja, sino sólo poner un acento en que esos números no dejan de representar a un universo sumamente pequeño y aunque se cimenten en metodologías teóricamente representativas, no son una ventana al futuro ni mucho menos para ninguno de los tres aspirantes. Confiar en que se triunfará porque así lo dicen las encuestas es un error. Grave error.
El otro caso, que es el de la operación electoral que en 2016 no se aplicó para apoyar a Baltazar, es un factor que no se debe soslayar. La historia apunta que en México las victorias electorales se ganan el 50 por ciento en la campaña y el 50 por ciento el día de la votación, derivadas de las estrategias de movilización. Por lo menos así era hasta hace seis años.
No hay duda de que las encuestas tienen determinado nivel de influencia en algunos sectores para definir por quién votar, pero de ahí a que por lo que marquen se deba cantar con trompetas y tambores un triunfo o poner a doblar las campanas por una derrota, hay mucha distancia.
Desde este espacio se prevé un resultado cerrado, discutido y casi con seguridad, judicializado. Como sea que se logre el resultado, sólo hago votos por algo:
Que sea un proceso en paz, sin violencia y sin pérdidas que lamentar…
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