“Mas os ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje, y que no haya entre vosotros cismas ni partidos; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir”. (1 Corintios 1:10)

En ocasiones resulta que tenemos diferencias de criterio con nuestros hermanos, porque, lo que para unos está bien, para los otros es motivo de crítica, y resulta también, que otras tantas veces, al tratar de imponer nuestra verdad, además de estar en desacuerdo, damos entrada a sentimientos mezquinos, que nos hacen olvidar que somos hermanos y nos amamos.

Si hay amor entre hermanos, me pregunto, dónde queda nuestra capacidad para entendernos los unos a los otros.

Si bien es cierto, que procedemos del mismo padre y madre, también lo es, el hecho de que todos somos diferentes, porque somos únicos e irrepetibles, de ahí que es natural, que encontremos diferencias en la forma de ver y de sentir las cosas, sean estas particulares o las que compartimos con nuestros hermanos.

Si no nos bastara para amarnos como hermanos, el hecho de haber sido engendrados por los mismos progenitores, pensemos un momento en el hecho de que todos compartimos la dicha de tener un mismo Padre Celestial, que a través de su unigénito, nos ha enseñado, lo que es en realidad el verdadero amor, y nos ha dejado además, el mandamiento de amarnos los unos a los otros, ya sin distingo de la consanguinidad.

Hace tiempo dejé de discutir con mis hermanos asuntos que pudieran abrir una brecha entre nosotros, eso lo he logrado, aprendiendo a escucharlos, sobre todo, cuando sienten que es imperioso decir algo que los está consumiendo moralmente en su interior; mal haría yo en hacer oídos sordos a su desesperación, pensando que cada quien debe de atender y resolver sus problemas, en la idea de que yo tengo los propios, y más, si en lo que tiene que decir, existe competencia que alude a mi persona como posible parte de la dificultad, porque sin duda, hay asuntos que son de naturaleza familiar que exigen la interacción de todos los consanguíneos involucrados.

Hoy mis hermanos pueden decir lo que a su sentir me corresponda escuchar, sólo les pido, me den la misma oportunidad de ser escuchado, estoy seguro que por el amor que nos tenemos, todo se aclarará de buena forma y por ese mismo amor sanarán las heridas que puede infringirnos un lenguaje desesperado, que no proviene del corazón.

En toda buena acción que emprendamos a favor de nuestro prójimo, no debe de existir un reclamo ante las diferencias de la cantidad o la calidad de amor que cada quien puede ofrecer de corazón.

“Entonces el rey dirá a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino celestial que os está preparado desde el principio del mundo: porque yo tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber, era peregrino y me hospedasteis, estaba desnudo y me vestisteis, encarcelado y vinisteis a verme y consolarme. A lo cual los justos responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿cuándo te hallamos de peregrino y te hospedamos, desnudo y te vestimos? ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a visitarte? Y el rey en respuesta les dirá: En verdad os digo: Siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”. (Mt. 25:34-40)

Dios nos obsequie sabiduría para escuchar, ver y hablar con el corazón, y privilegiar el amor por nuestros hermanos, antes que la ofuscación por sentirnos ofendidos.

Dios bendiga a nuestra familia, la mantenga unida con lazos de amor y misericordia. Dios bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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