Que difícil resulta ejercer la facultad del discernimiento con certidumbre, cuando estamos inmersos en un proceso de transformación, que a todas luces requiere, además de la aplicación del criterio de quien es el principal, y que se ha propuesto cambiar todo lo que a su juicio lo percibe como oscuro, con la finalidad de darle el esplendor que ofrece la transparencia y la justa aplicación de las acciones, esperando obtener mejores resultados, confiando en su apreciación personal sobre lo que está bien o mal, cuando debiera, por necesidad evidente, tomar en cuenta las opiniones de quienes comparten la responsabilidad de mejorar las condiciones de bienestar de nuestro país.
Resulta también difícil, aplicar el discernimiento en la vida personal, sobre todo, cuando hemos ido abandonando paulatinamente la idea de que lo más correcto es hacer el bien sobre el mal, y lo hemos cambiado por un concepto en el cual, ser bueno resulta no ser muy correcto en una sociedad que no sólo ha permitido que se incorporen a su cultura acciones ventajosas, que acrecientan la desigualdad en lo económico, incluso, otorga facilidades al Estado para que se promuevan ideologías que se traducen en conductas que distorsionan lo que por ley natural no es correcto, bajo el pretexto de que debemos adecuarnos a los tiempos modernos, y que por cierto, no han ofrecido socialmente un beneficio claro y contundente sobre el mejoramiento de nuestra sociedad.
Resulta deseable entonces, en este tiempo, guiarnos por el discernimiento espiritual, que además de ayudarnos a diferenciar la verdad del error, a detectar lo que es oscuro, nos permite, con la sabiduría otorgada por el Espíritu Santo, conducirnos con integridad de corazón.

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