Lo he dicho muchas veces la presencia y participación de la misa dominical no es algo que se debe de hacer por costumbre, de mane-ra automática, cumpliendo un precepto, sino que es saber escuchar la Palabra de Dios escrita que se proclama en ella, y que esa Palabra se convierta en criterio de vida, en luz, en fortaleza para vivir diaria-mente la vida cristiana.

Hoy parto de una verdad: Dios quiere que todos los seres humanos se salven.

El texto del Evangelio de este domingo, Lc 13, 22 – 30, dice: “Ven-drán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y partici-parán en el banquete del Reino de Dios”.

Pero se debe ser conscientes de que de que para entrar en el Reino de Dios se debe pasar por la puerta estrecha y no todos sabrán en-trar por ella. Se precisa un aprendizaje: la vida misma, en la que Dios acompaña a las personas como un padre que exhorta a sus hijos amados (Segunda lectura, Hb 12, 5 – 7.11 – 13. Esto no significa que todo que todo tenga que ser ligero, fácil, superficial: a lo largo de la vida se aprende del dolor, de la frustración, para poder crecer desde dentro para ser más fuertes y más abiertos; desde la perspectiva de la fe no habrá trampas para hacer caer, sino enseñanzas para forta-lecer.

La primera lectura de la misa de este domingo, Is 66, 18 – 21, pro-clama el designio universal de la salvación de Dios; el oráculo del profeta revela su voluntad: “reunir a las naciones de toda lengua”. El verdadero Dios sólo puede ser el Dios de todos.

Pero la experiencia dice que hay seres humanos y pueblos que se esfuerzan por ser exclusivos en la administración de su fe y apartan a otros; incluso a veces tienen actitudes de querer imponer su fe. En este sentido se puede recordar cómo Santiago y Juan tuvieron la ten-tación de hacer bajar fuego del cielo porque no fueron acogidos en una misión de Jesús (Lc 9, 51 – 62).

Contaminados con esta mentalidad, no ha de extrañar la pregunta que aparece en el Evangelio: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” Dios quiere revelar su “gloria” con su capacidad para reunir a los dispersados y para unificar a los que están divididos.

A la generosidad de Dios de reunir a todos también, debe ir unida la exigencia de la respuesta personal, que ha de ser clara y coherente con la fe. Tampoco dice que sea fácil: tiene que haber un trabajo personal para tener acceso al banquete del Reino de Dios, para no encontrarse la puerta cerrada. Este trabajo tiene muchas vertientes, porque no se trata sólo de hacer, sino de ser. Una persona puede decir que cree en los valores cristianos, pero es necesario traducirlos en la vida práctica. En el banquete del Reino de Dios no se entra porque siempre se hayan seguido las tradiciones cristianas, sino por-que la persona se ha esforzado para que los valores cristianos for-men parte de su manera de ser y de hacer.

Se puede orar con las palabras de la oración de la misa: “Señor Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de tus fieles, impulsa a tu pueblo a amar lo que mandas y a desear lo que prometes, para que en medio de la inestabilidad del mundo, estén firmemente anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad”.

Que el buen Padre Dios llene sus corazones de amor y alegría.