Era un invierno de un año ido, no muy lejano, el frío estaba presente y la lluvia lo acompañaba de siempre; era un invierno extraviado de aquella mañana, que al ir caminando entre la hierba del llano, sin prisa, detuve mi marcha para observar extasiado las gotas de agua que pendían de las frágiles ramas de un arbusto olvidado entre la abrupta maraña, que con el roce del viento, parecían morirse de miedo y estaban temblando por la gran amenaza de desprenderse del tallo, que soportaba su fuerza a manera de influencia, para no perderse en la nada.
Era una fría mañana, ni qué dudarlo, el sol nos había dejado, y mantenía nuestro ánimo en un gris deprimido, como el color del cielo de aquellos días, de ilusiones perdidas en aquel llano apagado. Nuestros pies más que helados por el calzado mojado, pues la piel de su alma, perdiendo su brillo sin vida se había quedado.
Era un invierno de un año muy frío, que la verdad nunca olvido, mi buen ángel, mi amigo, mi hermano, por qué te quedaste dormido para no despertar al sonido, ni acudir al llamado de estar siempre conmigo como solías estar.
¿De dónde viene ese frío, de dónde la lluvia, de dónde las lágrimas que no puedo ocultar? ¿Acaso vienen del alma perdida en la calma de aquel llano escondido, donde no te he podido encontrar?
Días de lluvia y de frío, por qué me hacen recordar, que debo mantenerme despierto, esperando impaciente, el rayo candente que emana del sol floreciente que ilumine mi vida para poder descansar.
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