Qué bien nos conoces a todos, sabes con quién reír, sabes con quién aguantar las expresiones de amor que se te dan con rudeza, y sabes también, que entre los dos existe un diálogo silencioso, que se da cuando te pones seria, cuando apenas abres tus lindos ojos. Con todas estas tus expresiones complejas, sabes cómo mantener nuestra atención para recibir íntegra la entrega del amor que sin condición te profesamos.
A mí me gusta verte y escucharte reír, señal de que eres feliz con nuestra presencia, pero más me gusta tener ese diálogo silencioso, muy tuyo, muy mío, y que yo gozo con verdadera humildad, porque me haces sentir de nuevo como un niño, que aferrado a tu vestido, temeroso espera que tus maternales brazos me puedan cargar, para calmar mis angustias, para sanar mis heridas, más sé que sigues confiando en mí y de paso me aconsejas para hacer de mi vida algo mejor.
Quizá mis hermanos sientan lo mismo que yo, quizá celosos están, de que sea yo quien lo mencione, y tal vez lo intuyan pero no lo comprendan, quizá no sepan que tu espíritu y el mío, son una misma entidad divina creada por Dios, para mantener nuestra unión. Madre, si es así, no se los cuentes, pues no te lo creerían, como no me lo creen a mí; pues habrá muchos árboles viejos, pero ninguno podría tener la madurez para entender que entre tú y yo hay un diálogo silencioso, que nos mantendrá en comunicación efectiva, más allá de la vida.
Madre, hoy acaricio tu hermoso cabello como tú siempre lo hacías conmigo, para decirme con ello cuánto me has amado y tus manos cálidas toco con suavidad y delicado esmero, porque de ellas espero en una caricia tu bendición, con el mismo anhelo que espero la bendición de Dios.

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