Ayer, cuando joven, enamorado, y bien correspondido, caminaba por aquellas verdes veredas del pueblo mío, pensaba siempre en ti, te imaginaba siempre a mi lado, disfrutando igual de la naturaleza y de su encanto divino, respirando libertad, sintiendo el abrazo de la inmensidad de aquel cielo azul iluminando por el reflejo de nuestra vida, conspirando, para enlazar a distancia nuestro pensamiento, acercando nuestro espíritu en el espacio y el tiempo referido.
Ayer, podía sentir la firmeza del suelo que a mis pies descalzos se abrazaba, para infundir a mi cuerpo material, seguridad y pertenencia, no importando a dónde iba, siempre confiando en que sería a un lugar donde la magia del amor nos llevara al paraíso.
Ayer, como hoy, no había más anhelo que estar contigo, perdiéndome en la profundidad de tu mirada, deleitándome con la pureza de tu alma, sintiendo la presencia de Dios, y con él, el amor que nos atraía con tal fuerza, que ni estando tan distantes, en tiempo y espacio, podría extraviarse cada molécula de nuestra anatomía, pues el Señor dispuso su alineación perfecta, para que en armonía se fundieran en un solo cuerpo, en una sola vida.
Una noche tuve un agitado sueño, me veía desesperado, miré a los lados para buscarte y tu espíritu ya no estaba a mi lado, me quise poner de pie, mas al no sentir la firmeza del suelo tan amado, tambaleante, intuí que la seguridad se había marchado con él, busqué entonces afanosamente las amables veredas verdes del pasado, pero ya no estaban ahí, y angustiado dirigí la mirada al cielo y su color azul se había tornado gris, entonces, me vi llorando desconsolado; fue entonces cuando sentí el suave tacto de una divina mano que movía mi hombro, fue entonces cuando escuché una voz tan suave como el susurro del viento que me decía: ¡Despierta! sólo has tenido un mal sueño. Y sí, desperté, pero igual lloré, porque no me podía perdonar soñar sentirme abandonado, cuando el ser más amado velaba mi sueño, no podía perdonar mi falta de fe.
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