De niño, algunas veces tuve que caminar descalzo, entonces me di cuenta, que lo mismo quemaba mis pies el suelo candente, como el frío invernal y de eso que parecía una ingrata experiencia, resultó todo lo contrario, pues aprendí a cuidarme de los extremos.

De adolescente, muchas veces caminé descalzo por un suelo naturalmente anfractuoso y lleno de sorpresas; en ocasiones las filosas piedras se clavaron en mis pies, otras veces, fueron agudas espinas las que sin misericordia los lastimaron, y de lo que parecía un tormento cruel y despiadado, aprendí que la rebeldía y la ignorancia, en esa confusa edad, sólo conduce a la torpeza.

De joven, pensando que ya lo sabía todo, y sintiéndome muy fuerte, me aventuré algunas veces a caminar descalzo por el suelo de tierra, que el hombre había cubierto con materiales diversos, entonces conocí el dolor punzante de los clavos y las irregulares heridas causadas por el vidrio; de ello aprendí que no era el suelo quien me hería, sino mi necedad, al confiar en una modernidad que va dejando tantos escombros a su paso, que cada vez dificultaba más mi camino.

De adulto, y sintiéndome lo suficiente capacitado, dejé de pensar en mis experimentados y maltrechos pies, para evitar que los pies de mis hijos sufrieran, lo que durante toda mi vida sufrieron los míos, pero pronto entendí, que sólo se retrasaba lo que tenían que sufrir aquellos pies que no eran míos.

Hoy, que estoy en un comprometido proceso de madurez espiritual y con mi fe, confieso, que sigo caminando descalzo, pero ahora, piso con toda seguridad y firmeza el suelo por donde voy pasando, porque sigo las huellas de quién trató de que no saliera herido, y que sin saberlo, siempre iba caminando a mi lado, advirtiéndome que pisara con cuidado: Jesucristo, mi eterno compañero, mi hermano, mi amigo, mi Padre, mi Señor, mi Dios.

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