Eran muy pequeños mis hijos, aún cursaban sus primeros años de primaria, cuando en una reunión de Padres de Familia, la directora académica sentenció: “Si cuando sus hijos crezcan no los buscan, es que han hecho un gran trabajo con ellos, dejarán de necesitarlos y sabrán valerse por sí mismos, entonces ustedes, podrán disfrutar de las grandes satisfacciones que produce el deber cumplido”.

En un principio me pareció muy loable el mensaje, era prometedor llegar a hacer de mis hijos hombres que pudieran ser felices y exitosos, independientes y autosuficientes, pero a la vez, algo en mi rechazaba esa posibilidad de que se alejaran para hacer sus vidas sin que estuviera yo presente.  Ya me dolía el momento de la separación.

Si bien al instante me pareció muy cruel escuchar esas palabras, no fue nada sensible el mensaje, la forma tan directa como se había planteado, muy en mi interior sabía que tenían mucho de cierto, porque reconocía que tarde o temprano llegaría el tiempo en que ellos habrían de emprender su propio camino, igual como lo hice yo.

Recordé las lágrimas de mi padre, el dolor que le causaba mi ausencia de casa y la incertidumbre de los peligros que imaginaba viviría lejos de él y sus ruegos para que continuara bajo su amparo, y en contraste, el ímpetu inquebrantable que me movía a dejar el nido.

He de confesar que desde que me fui a estudiar a la ciudad de México, nunca más volví a ser la hija de familia que salió ilusionada en busca de un futuro prometedor. Jamás regresé a su casa, a no ser en temporadas de vacaciones, navidades o a las grandes celebraciones familiares, pero solo de visita.

Aprendí a volar, a luchar por mis sueños, a esforzarme por alcanzar metas, a llorar y a reír lejos del calor y la seguridad que nos brinda el hogar, a resolver problemas y realizar proyectos. Me sentía la mujer más independiente, autosuficiente, feliz y realizada.Entonces ¿cómo negarles a mis hijos esa posibilidad de disfrutar al máximo las mieles de la libertad de ser, de decidir, de intentar lo que se les pudiera ocurrir?

Aunque me duela, ahora la madre soy yo”, me dije. Me toca prepararme para corresponder a ese desprendimiento amoroso de mis padres y estar lista para cuando cada uno de los míos, sienta el ansia de salir a experimentar por el mundo, a descubrir de qué están hechos y de qué son capaces de hacer por alcanzar sus metas, por construirse un futuro”.

Empecé a preguntarme cómo me prepararía para vivir ese día, después de abrazarlos tanto, de sentirlos tan cerca, tan frágiles, de convertirlos en motivo, sentido y razón de mi esfuerzo cotidiano. Mi vida giraba en torno a la satisfacción de sus necesidades y recordaba que papá decía que a los hijos se les apoyabasiempre, en todo momento.

Y sin embargo sabía, por experiencia propia, que acaban por irse, aprenden a valerse por sí mismos y a no depender del consejo y la guía de quienes les dieron la vida y de pronto los padres ya no son tan indispensables y nosotros los hijos encontramos nuevas formas de pensar, de hacer, de resolver, de cuestionar. Y nos gusta la independencia y descubrimos que podemos volar solos y cada vez más y más lejos y más alto. Sin ellos.

Ahora me toca hacer la tarea de los padres, y no solo no es fácil, sino que implica mucha renuncia, mucho desprendimiento, mucha entereza para dejarlos ir, para respetar su esencia, sus aspiraciones, sus temores, sus traspiés y mantener la calma, sabiendo que también ellos encontrarán su espacio donde florecerán.

Aprenderé con el ejemplo de mis padres, a convertirme en una espectadora de su hacer, a mantenerme en silencio cuando no me pidan un consejo o simplemente mi opinión. Acompañaré sus alegrías y sus grandes emociones cuando así decidan compartirlas y esperaré paciente el momento en que vuelvan a mi buscando un abrazo, una caricia, un beso, un te quiero salido del fondo de mi corazón. Aprenderé a disfrutarlos de lejos, pero muy dentro.

Difícil comprender que el tiempo de los padres es el momento de la formación de los hijos, justo cuando más ocupados estamos en proveer todo los necesario para su sustento y educación; corren tan rápido los días que apenas nos damos la oportunidad de convivir con ellos, de acompañar su crecimiento y su aprendizaje. Y cuando nos damos cuenta, cuando despertamos de ese sueño, es porque hay una maleta y una sonrisa ilusionada esperando en la puerta.

 

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