Las leyes son el fundamento sobre el cual se sostiene una sociedad ordenada. Su existencia no es arbitraria, sino que responde a la necesidad de regular la conducta humana y establecer límites para garantizar la convivencia pacífica. En su esencia, las leyes buscan promover el bien común y prevenir el caos que surgiría de un estado sin normas. Pero, ¿qué ocurre cuando una ley parece ser injusta?

Este dilema ha sido objeto de debate filosófico desde la antigüedad. Platón, en su diálogo “El Critón”, nos ofrece una reflexión clave. Sócrates, quien está condenado a muerte, recibe la oferta de escapar de prisión. Sin embargo, decide quedarse y acatar su sentencia, argumentando que desobedecer la ley, incluso una que lo perjudica, sería socavar el fundamento mismo de la ciudad. Las leyes, según él, no son un pacto individual, sino un acuerdo colectivo al que nos sometemos por el bien de la comunidad. Si cada persona decidiera cuándo obedecer o no una ley, el orden social se desmoronaría.

Este razonamiento nos lleva a una premisa importante: aunque una ley pueda parecer injusta, el respeto a la misma es esencial para la estabilidad de la sociedad. Sin embargo, no debemos entender este principio como una resignación ciega. La legitimidad de las leyes debe estar sujeta a constante evaluación y debate. Cuando una norma es injusta, el camino correcto es el de la transformación a través del diálogo democrático y las instituciones, no el de la desobediencia unilateral.

El fin último de las leyes debe ser la felicidad de la sociedad. Aquí podemos entender la “felicidad” no como un placer individual, sino como la armonía colectiva, la justicia social, y el bienestar común. Si las leyes no conducen hacia este fin, si no promueven el bien general, pierden su razón de ser. Una ley que no sirve al pueblo, que perpetúa la desigualdad o genera sufrimiento, debe ser reformada. Pero mientras exista, sigue siendo un componente estructural del contrato social.

Las leyes son esenciales para guiar a la sociedad hacia un bien mayor. Aunque puedan ser imperfectas, su respeto garantiza el orden, mientras que su mejora constante asegura que sigan siendo herramientas de justicia y felicidad.