De lo bueno poco, me dijo mi abuela Isabel, mientras le sostenía la vasija con el maíz con el que alimentaba a las gallinas: ¿Qué dices abuela? Le pregunté, pues ella, solía hablar entre dientes cuando se le escapaba algún pensamiento de su mente. Después de terminar de darle de comer a las aves, me dijo que esperara un poco para que terminaran de comer el grano y me pusiera a limpiar el gallinero; yo tenía entonces diez años de edad y pasaba unas vacaciones con mis abuelos maternos, y por raro que parezca, disfrutaba de todas aquellas tareas domésticas que se me asignaban, porque me era muy placentero que se me tomara en cuenta como un miembro más de la familia y eso conllevaba tener derechos y obligaciones y sentí que el mejor pago que recibí además de la sonrisa de satisfacción de los abuelos, era el hecho de haberme ganado a pulso los alimentos que consumía en mi estancia.

De lo bueno poco decía mi abuela, cuando hacía yo aquellos canales por donde corría el agua que provenía de las pilas que almacenaban el vital líquido y daban vida a los árboles frutales del solar, y al término de la faena me reportaba con la patrona Chabelita, para que supervisara el trabajo que había realizado; después me hacía acompañarla al espacio destinado para la lavandería, ponía en mi mano una desgastada barra de jabón amarillo y tomaba ella la manguera, vertía un poco de agua en mis manos ampolladas y una vez enjabonadas, me decía que tallara con fuerza para sacar la tierra y limpiar las heridas y cuando quedaban bien limpias ponía en la palma de mis manos un  trapo de algodón de un blanco luminoso, para que las secara y me mandaba a la tienda con la tía Chonita para que me pusiera una pomada que contenía terramicina, y como yo me quejaba por el dolor de las llagas, al terminar aquella curación, la abuela  besaba el doro de mis manos y de día: De lo bueno poco.

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