Octubre se viste de rosa, los edificios se iluminan, los servidores públicos portan un listón y las redes sociales se llenan de mensajes de “concientización”. Sin embargo, detrás de esa marea simbólica, miles de mujeres mexicanas libran una batalla silenciosa, no solo contra el cáncer de mama, sino contra un sistema de salud que las ha dejado solas.
En México, acudir a una clínica pública se ha vuelto sinónimo de incertidumbre. Las mujeres que llegan buscando atención digna, diagnósticos oportunos o tratamientos eficaces se enfrentan, con demasiada frecuencia, al desabasto de medicamentos, falta de personal, demoras médicas interminables y una preocupante falta de empatía.
Y no hablamos solo del IMSS o el ISSSTE, las carencias se replican también en centros de salud estatales y hospitales generales que, por falta de presupuesto y planeación, carecen de lo más básico: desde jeringas hasta reactivos para exámenes de laboratorio. En algunos municipios rurales, las mujeres deben recorrer más de 50 kilómetros para poder realizarse una mastografía o recibir su quimioterapia.
Durante 2024, el IMSS reportó que más de 11.5 millones de recetas médicas no fueron surtidas, lo que incluye tratamientos oncológicos y de enfermedades crónicas. El ISSSTE enfrenta un panorama similar: entre 2020 y 2024 redujo en más del 40 % la compra de medicamentos especializados, según informes de la Auditoría Superior de la Federación.
En el caso del cáncer de mama, las cifras son alarmantes: solo en 2023 murieron 8 034 mujeres mexicanas mayores de 20 años, y la mayoría fue diagnosticada en etapas avanzadas. Apenas 3 de cada 10 casos se detectan a tiempo, lo que disminuye drásticamente las posibilidades de sobrevivir.
Estas no son solo estadísticas; son vidas truncadas por un Estado que prometió garantizar salud universal y que, sin embargo, eliminó programas fundamentales como el Seguro Popular o las estancias infantiles que permitían a muchas mujeres continuar su tratamiento mientras trabajaban o cuidaban a sus hijos.
Cada octubre, se repite el discurso de la “detección oportuna”, pero la realidad contradice las palabras. ¿De qué sirve invitar a la autoexploración si al llegar al hospital no hay reactivos, mastógrafos o especialistas? ¿De qué sirve portar un listón rosa si los medicamentos oncológicos no llegan a tiempo o se sustituyen por placebos burocráticos?
Las mujeres no piden compasión, piden dignidad, piden médicos sensibles, hospitales equipados, tratamientos continuos, transporte y acompañamiento emocional. Piden lo mínimo: que el Estado cumpla con su obligación constitucional de garantizar el derecho a la salud.
Mientras las campañas oficiales se limitan a los colores y los slogans, la realidad se pinta de gris, las historias de mujeres que mueren esperando atención no deberían ser la norma.
El cáncer no espera, y cada receta no surtida, cada cita pospuesta, cada diagnóstico tardío, es una omisión que cuesta vidas.
Portar un listón rosa es un gesto simbólico; exigir un sistema de salud justo, eficiente y humano es un acto de amor, de empatía y de justicia social.
Porque la verdadera lucha contra el cáncer de mama no está en las campañas, sino en los hospitales donde tantas mujeres siguen esperando que alguien las vea, las escuche y las atienda.