Cuando era joven me preguntaba qué se sentiría ser padre, y cuando llegó el momento me atropelló un cúmulo de emociones, siendo el miedo el que más sobresalía, porque algo me decía que no bastaba tener la edad para serlo, sino que se requería de madurez, y aunque se me había presentado a temprana hora la oportunidad para madurar, por más que se quiera que esta fuera óptima, resulta imperfecta, porque siempre quedan preguntas sin contestar y respuestas definidas por un enfoque limitado por la falta de experiencias a tan corta edad.
Quise formar a mis hijos con un modelo realista modificado, donde pudieran desarrollar su propio potencial para manejar las situaciones difíciles sin que sufriera daño su espíritu, pero las experiencias, como las monedas, tienen dos caras, aunque su naturaleza sea la misma; de ahí que, si el rol del padre no ofrece cimientos sólidos para la sustentabilidad de la parte que le corresponde, pronto se ve rebasado por el rol de la madre; de ahí que mis hijos crecieron pensando que su padre no tenía la fortaleza y la capacidad práctica de resolver problemas, porque la mayoría de las acciones que aconsejaba eran preventivas.
No tengo duda del amor que me tienen mis hijos, y a la fecha, puedo asegurar que entre éste y el amor que sienten por su madre no hay ninguna diferencia, por lo que la parte de la personalidad en la que influimos cada uno, conserva un perfecto equilibrio, pero el fiel de la balanza se desplaza hacia el lado de conveniencia de cada uno de ellos y a decir verdad, se carga más al lado del proteccionismo que ofrece el amor maternal. Por eso, cuando me percaté de que en mi vida no habría un hijo consentido, me llegó la resignación temporal, y digo temporal, porque vendría una experiencia igual o aún más impactante emocionalmente: los nietos.
Cuando llegaron los nietos a mi vida, la madurez había alcanzado ya un grado importante en mi ser, pues se había enriquecido con un sinnúmero de experiencias catalizadoras de un conocimiento más aterrizado en la realidad, donde siempre prevalecía un interés material en todo, y esto trajo por consecuencia el tener una mayor necesidad de sentirme amado, porque por un lado, la madre ejerce una importantísima y benevolente influencia sobre los hijos, y estos, acostumbrados a sentir la protección maternal en todos los sentidos, terminan por incorporar a su cultura la seguridad que emana de ella, y entonces, por qué no seguir privilegiando éste modelo y heredar los mismos beneficios a sus vástagos, si todo ello es válido por estar contemplado en el amor incondicional.
Ganarse a un nieto para hacerlo consentido no es una tarea fácil, porque si al principio éstos tienen en buen aprecio por el amor y el cariño que se les otorga, al ir creciendo se va devaluando esta moneda y se cambia por la necesidad de satisfacer sus necesidades de juego, competencia y retos que le van saliendo al paso, y donde el abuelo es visto como un proveedor. Cuando me llegó el turno de lidiar con ese cambio en la vida de mis nietos, fui ajustando poco a poco mi capacidad de desprendimiento económico, y estratégicamente empecé a cuestionarlos sobre la diferencia que existe entre el interés por lo material y el amor; entonces les hice la pregunta, cuando aún eran unos niños: Primero a Sebastián, quien denotando una inteligencia sobresaliente eludió con habilidad la pregunta para no comprometerse, pero Emiliano, que aún conserva mucho de la inocencia propia de los niños me dijo: Abuelo, si tú me quisieras mucho me compraras cosas sin importar el precio, pero yo me he dado cuenta, que me compras cosas baratas, entonces, eso quiere decir que me quieres poco; yo le contesté: El día que no te fijes en el precio de las cosas, sino el amor con las que se te obsequian, encontrarás su verdadero valor. El niño se quedó pensativo pareciendo no entender mi respuesta, pero, yo sé que sí y en su corazón la guardó, para responderme cuando la madurez llegara a su vida.
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