El auto rodaba con la lentitud esperada, bajaba y subía por la cintilla marcada a su llegada frecuente; la lluvia caía y hablaba en el toldo y el techo aún resistente, y mi niño de siempre, entre dormido y despierto, mirando a través del cristal de la claridad referente, cómo las diáfanas gotas de diversos tamaños rodaban en la superficie que daba aquella luz aún existente, y yo preguntaba, cuántos cientos de veces, pude ver lo que ahora veía, y cuántas veces sentí, lo ahora que sentía. Y el pintor de tan bello universo seguía deslizando el pincel con tanta destreza sobre el lienzo infinito de aquel gran espacio, para poder ocultar lo triste y lo gris, tratando de darle color avivado, buscando armonía en aquel escenario, que no quiere marcharse, para darle cabida al inicio de la anhelada alegría primaveral.
Las manos marchitas, cansadas, a veces llorando, con gracia maestra le dan su cálido encanto, resaltando la fuerza de un corazón que palpita. Y yo, entre asustado y espanto, rezando y llorando, para no padecer el quebranto, amenazado por la tormenta que ya se venía anunciando.
El niño de hoy, miraba el ayer y el presente, sin encontrar diferencia, y yo, observaba callado el espejo de aquella pupila que no era la mía, que igual, se admiraba, que igual se asustaba con el espectáculo aquel, pero, no preguntaba, más, sí registraba en su memoria inocente, lo que ocurría cuando el tiempo por su vida pasaba.
Cuando llueve en el alma, se siente y se mira de la misma manera, no hay pasado o presente, no hay tiempo, todo queda grabado en la mente, y regresará a ti cuando así lo decidas, mientras tengas vida, mientras Dios lo decida.
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