Nos levantamos los lunes con la misma desgana con la que enterramos los domingos. La semana comienza, dicen. Y la vida, como un animal domesticado, se deja arrastrar por el calendario, obedeciendo la dictadura del almanaque. Celebramos los fines de año con euforia alcohólica, como si una vuelta más al sol fuera mérito personal. Hacemos balances, lanzamos deseos al vacío, cambiamos de agenda. Pero, ¿qué ha cambiado realmente? El tiempo, ese impostor vestido de rituales y horarios, nos sigue devorando igual. Como un carrusel sin música, gira y gira, pero nadie se baja distinto.
Vivimos entre ciclos que repetimos sin conciencia. Días, meses, años… todo marcado con una simbología que pretende conferir sentido a lo que no tiene más que duración. Decimos “cerrar un ciclo” como si eso fuera posible con una frase de Instagram y un brindis mediocre. Pero lo cierto es que los ciclos no se cierran, se acumulan. Se amontonan en nuestra existencia como polvo bajo la alfombra. Y nosotros, obedientes, seguimos jugando a que vivir es planear la siguiente vuelta.
Esta costumbre de asignar significado a cada “inicio” es una forma elegante de no mirar lo esencial: Que vivimos huyendo de nuestra finitud. El que vive en automático no teme a la muerte porque ya la practica todos los días. No hay angustia más radical que la de enfrentarse al tiempo sin anestesia simbólica. Por eso proliferan los rituales, las supersticiones, las “fechas importantes”: Son mecanismos para no pensar, para no sentir la intemperie del ser.
Nos aferramos a estos ciclos porque nos aterra lo discontinuo, lo que no se puede medir, lo que no cabe en una agenda. Y en esa negación del abismo terminamos convertidos en engranajes. La mayoría vive como si ya estuviera muerto: Trabaja para no pensar, consume para no sentir, corre para no llegar. No hay proyecto, solo ocupación. No hay decisión, solo agenda. Y el tiempo, que debería ser una apertura hacia el ser, se reduce a una serie de tareas completadas.
¿Cerrar ciclos? Más bien reciclamos ruinas. Llamamos “nuevo” a lo que apenas ha cambiado de nombre. Nos felicitamos por sobrevivir al año anterior como si no hubiéramos sido sus cómplices. Celebramos lo que se acaba sin entender lo que empieza. Y así seguimos: Confundiendo el movimiento con el sentido, el cambio de calendario con transformación, el paso del tiempo con vida vivida.
Pero hay un secreto que pocos soportan mirar de frente: El tiempo no es lineal ni circular. El tiempo es una herida abierta. Y quien no la habita, está condenado a repetir sin comprender. Sólo hay un verdadero cierre de ciclo: El que ocurre cuando uno se detiene, mira el abismo y se atreve a decidir desde él. Lo demás es simulacro. Relojes, fechas, ceremonias… todo eso es cartón pintado para cubrir la desnudez del ser.
La próxima vez que quieras “cerrar un ciclo”, no compres velas ni hagas listas. Pregúntate, con crudeza: ¿Ésto que llamo vida, realmente la estoy viviendo? ¿O sólo estoy matando el tiempo antes de que el tiempo me mate a mí?