Mi mayor ilusión cuando visito a mi madre es encontrarla despierta, y es que, no me basta verla dormida, necesito desesperadamente ver su hermosa mirada, y en ella, encontrar el brillo de la vital conciencia, y que, en una muy discreta señal, en un leve parpadeo de sus ojos, me haga sentir que está conmigo, y además me reconoce, que sabe quién soy, que le da gusto verme, y que su corazón como el mío, por más que la edad o la enfermedad quiera ocultar la emoción, en ese repentino acelere de su ritmo, quede más que evidente, que el amor sigue presente entre los dos.

Ayer estuve contigo, madre mía, y como otras veces, dormías profundamente, te hablé al oído y no percibí ninguna señal de que estabas conmigo, deseé entonces que tus sueños fueran los más maravillosos de tu vida, aquellos, que te remontaran a la temprana edad, a ese ayer que te llenaba de gozo, porque te sentías tan amada por tu familia, en tu hogar.

Ayer estuve contigo, y el Espíritu de Dios estuvo presente, entonces hice algo que dejé de hacer desde hace muchos años, entoné una canción de amor para despertarte, y a pesar de mi tono de poca intensidad, viéndote como suelo verte a profundidad, no despegué la mirada de tu hermosa cara para no perder detalle, y así poder saber que me escuchabas. Poco a poco afiné mi voz quebrada para decirte: Despierta dulce amor de mi vida. Despierta si te encuentras dormida. Escucha mi voz vibrar bajo tu ventana. Que en esta canción, te vengo a entregar el alma. Perdona que interrumpa tu sueño. Pero no pude más y esta noche te vine a decir. Te quiero, te quiero. Y al dejar ver el leve parpadeo de tus lindos ojos, supe que me estabas escuchando y disfrutabas plácidamente mi espontáneo canto, en una mezcla de tristeza y alegría; mas envió Dios al término de la melodía, a otro cantante más osado, que con estridente voz, terminó por despertarte y tus ojos se abrieron como se abren los botones de las rosas elegantes, despacio, suavemente, pero con la seguridad de ver lo que el Señor te había mandado, aquel regalo inesperado, cuando en un momento dado de tus sueños, seguramente te veías corriendo entre el interminable trigal, rozando con tu cuerpo angelical las espigas del trigo que Dios tiene reservadas para fecundar el paraíso.

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