Era un hermoso atardecer, de aquellos que dejaron de existir cuando mi niñez se despedía para pasar a la juventud hermosa, terminó entonces la ilusión con la despedida del sol y de mis años mozos, y de sus días de rey, ayer, cuando mucho le pedía me esperarse para poder disfrutar la dulce melodía creada por el aire de la fuerza automotriz, que sin quererlo, restirara la piel de mi cara y moldeara en ambos brazos el arco del abrazo que le daba gustoso a la vida, por obsequiarme la ilusoria fantasía de que podía ser libre, sin tener nada por qué preocuparse.
Viejo era sin duda, el pequeño camión de mi abuelo que mi padre conducía hasta aquel paraje, donde al caer la tarde, la mirada se perdía con la llegada de la noche; que a dónde íbamos, no sé los demás, pero yo iba en la búsqueda de la felicidad, aunque nada fuera mío, aunque sólo fuera un pasajero más de aquel vehículo que transportaba en momentos a aquellas almas confundidas, que buscaban reposo y paz.
Imaginaba entonces, que el sol besaba a la tierra y que el atardecer era una forma de cobija que Dios tendía sobre la faz del planeta para dormirla, así como suele cobijar una madre con amor a sus hijos, pero nuestros ojos brillaban con la luz de la luna en aquella oscuridad, mientras rodaba el auto a poca velocidad, para no espantar el ocasional encuentro con algún animal.
Qué callado el ambiente, qué lúgubre silencio cuando deja de soplar el viento, cuando sólo se escucha el crujir de la hierba al paso de las almas en movimiento.
Y pensar que tan sólo fue un momento de fugaz felicidad, de ilusión, esperando que con el tiempo el sol y la tierra se volvieran a besar.
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