¿Cuantos años han pasado? Decir no lo sé, sería mentir, pero, prefiero mantener fresco el recuerdo para no tener la sensación de que estoy envejeciendo, y créanme mis ilustres lectores, que pareciera que al hacerlo, el cuerpo en complicidad con la mente, aceptan con agrado el simulado engaño consensado, y entonces, la firmeza de los pasos, el levantar la cabeza y enderezar la columna, hace que exhibamos una apariencia, si no juvenil, sí de madurez preferente, que igual aceptan las personas con agrado, al ver que sin ninguna presunción y vanidosa exhibición, reflejamos un estado saludable, y tal actitud de imagen positiva suele activar otras buenas señales, como la de utilizar algunas denominaciones descriptivas afectuosas, en mi caso, para dirigirme a los seres amados que han compartido otrora, momentos inolvidables de mi vida, entre ellos mis hermanos, que siendo yo el segundo de la descendencia de la familia Beltrán Caballero, manso como un cordero, decía mi madre, me dio ella la encomienda, esto por ausencia del primogénito, de velar en muchas ocasiones por la seguridad y desarrollo saludable de los más pequeños, o sea del tercero al décimo, esto, cuando por necesidad, ella tenía que salir  a trabajar para dar sustentabilidad y viabilidad a la familia; y estando así las cosas, y siguiendo las recomendaciones maternas sobre ejercer un liderazgo de mano suave, pero firme, democrático y siempre solidario con las causas justas, llevaba mis propuestas a la discusión de la asamblea, sacando siempre acuerdos por unanimidad que favorecieron la unidad, la justicia y la equidad. Como se trataba de  niños, respetando la seriedad de los procedimientos para llegar a las metas planeadas, empleábamos técnicas de juegos divertidos, para que el trabajo del hogar se desempeñara con satisfacción, sin olvidar la disciplina. Recuerdo que para que no sonaran tan fuerte las indicaciones que se giraban, acordamos poner un apodo a los participantes, así fue como a Abigail se le apodó Bigotes; a Isabel: Chabola, a Claudia: Caya, a Aminta: Negrita, a Miriam: Mime; a Virgilio: Kilio; a Martin: primero se le apodo Catín, posteriormente Lucas; a Manuel: Nolo. A Antonio, el primogénito y a mí el apodo nos los puso en San Francisco, Santiago Nuevo León, a Toño le apodaban: La Perra. Y a su servidor: Monchis. Al llegar a la edad adulta, los apodos prácticamente desaparecieron, ahora quedaron de esta manera: Antonio: Toño; Salomón: Salo; Abigail: Biga; Isabel: Chabela. Aminta: Minta, Claudia: Clau; Virgilio: Viko. Miriam: Mime; Martin: Leonte; Manuel: Meme.

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