Qué lejos está la montaña a donde solía acudir a meditar, qué lejos las frescas aguas del río que no pudieron encausar, donde postrado de rodillas, en su margen, de manera natural, tomaba entre mis manos aquel brebaje limpio y claro que bebía con la mayor tranquilidad; qué lejos el canto armonioso de las aves que solían arrullarme aquellas tardes, cuando me disponía a descansar, después de pasar un día de mucho trabajar.

 Qué lejos están los amigos de ayer, con los que solía planear mis dichosos días, días que hoy, sin ellos, no puedo disfrutar, porque todo cambió, aunque digan que la vida sigue siendo igual.

Qué lejos de la armonía que solía calmar la ansiedad de mis peores días, qué lejos las risas, la música y el canto con el que solíamos amenazar aquellas preciadas tardes, que se quedaron para siempre y no las he podido olvidar, y alimentan la esperanza que algún día puedan regresar.

¿Que por qué se fueron? Tal vez porque los años se volvieron meses y los meses se volvieron días, y cada hora se fue extraviando en el aire enrarecido de una historia que dejó de ser personal, para sumarse a las muchas calamidades del entorno nacional.

Qué lejos están las calles de mi barrio parental, donde en el umbral del pórtico familiar, se escuchaban los rechinidos de las mecedoras de hechura artesanal.

Qué lejos están los amados vecinos del ayer, cuando al pasar, solían alegremente saludar, por la mañana temprano, al mediodía y por las noches, cuando todos nos disponíamos a reposar.

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