En el ritmo de la Liturgia de la Iglesia Católica han concluido las siete semanas del tiempo de Pascua. Y hoy se celebra el Domingo de Pentecostés. No hay que olvidar que la fiesta de Pentecostés, al igual que la fiesta de Pascua, era una fiesta judía, al principio tenía una sentido agrícola y después era para celebrar la Alianza de Dios con el pueblo. Por eso dice la primera lectura de la misa de este domingo tomada del libro de los Hechos de los apóstoles: “El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar”.

En Pentecostés se cumple la promesa de Jesús: “Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré a ustedes de parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre” (Jn. 15:26). La irrupción del Espíritu en lenguas de fuego, que abraza y transforma, llenó a cada discípulo con su fuerza, para que comenzaran a hablar en otros idiomas. La presencia del Espíritu va más allá del don personal; es un dinamismo, incontenible, que mueve a la persona en función de dos experiencias primordiales: el testimonio y la verdad: “Cuando el Espíritu venga él dará testimonio de mí y ustedes también darán testimonio; él lo irá guiando hasta la verdad plena”.

Lo primero que sucede, una vez recibido el Espíritu, es el anuncio de la Buena Nueva, “según los inducía a expresarse” (Hechos 2:4). Nos encontramos ante un hecho profético y universal: profético, porque el anuncio se proclama en todas las lenguas; universal, porque el mensaje llega a todos los hombres, “gente venida de todas partes del mundo” (Hechos 2:4-5).

A partir de entonces hay algo que involucra a todos los creyentes, ya que en el Bautismo se extiende la misma acción transformadora del Espíritu, presente en Pentecostés. En un mundo marcado por el desorden, que va en contra del Espíritu de Dios, es urgente la acción de los bautizados que, movidos por el mismo fuego, trabajan para cosechar los frutos del Espíritu en cada familia, en la comunidad, en la sociedad entera: amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo.

El Espíritu con sus dones y carismas, no se recibe como un bien personal, sino en vistas del bien común.

Se puede orar con las palabras de la oración de la misa dominical: “Dios nuestro, que por el misterio de la festividad que hoy celebramos santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, concede al mundo entero los dones del Espíritu Santo y continúa obrando en el corazón de tus fieles las maravillas que te dignaste realizar en los comienzos de la predicación evangélica”.