En lo personal, me resulta sumamente agradable no escribir sobre política. Y este día es particularmente propicio para eso.
Es muy probable que a mis dos o tres lectores les provoquen aburrimiento estas líneas y como consecuencia, las hagan a un lado, pero con ese riesgo me atrevo a darle rienda suelta al magín, escarbando en mis recuerdos para tratar de recuperar así sea sólo en la imaginación, algunas de las cosas buenas de la vida.
El tema es, sí, la Semana Santa.
Las remembranzas de esos días pueblan mi infancia y adolescencia, antes de que la “modernidad” y el “qué pensarán de mí mis amigos”, me alejaron de tradiciones cuyas bellas lecciones se saboreaban mejor en familia.
¿Hay diferencias en el hoy con respecto al ayer en la celebración de la Semana Santa?
En el fondo no. En la forma, muchas.
Para empezar, el ayuno –entendido éste como no consumir carne roja– se prolongaba de lunes a viernes, lo cual era un verdadero martirio para prácticamente todos en casa, formados casi desde los pañales en la cultura norteña del cabrito, la arrachera y el diezmillo.
En mis años tiernos no había en el hogar familiar la costumbre de sustituir un jugoso filete con pescados, moluscos o camarones. Reinaban los huauzontles, los romeritos, los nopales solos, en pipián o con huevo; el pollo sólo en casos extremos y la clásica capirotada como postre, a la cual hasta mi madurez plena le sigo escurriendo el bulto, porque nunca me gustó pese a los esfuerzos de la abuela y de mi madre por convencerme de sus presuntas delicias. Sólo las tortillas de harina aliviaban mis penas.
Un lugar especial ocupaban las ceremonias litúrgicas, que arrancaban con el Domingo de Ramos. Quien no tenía tras la puerta de la casa una palma rociada con agua bendita se exponía, nos contaban, a dejar que entrara el Maligno.
Tras el martes y miércoles de imperdonable vigilia llegaban los días que me permitían asomarme a un mundo diferente. El jueves era obligatorio visitar lo que llaman o llamaban “las siete casas”. Siete templos que nunca tuve la atingencia de preguntar el porqué del número, pero que eran dorada oportunidad en el trayecto de atiborrarme junto con mis hermanos de toda clase de antojitos y golosinas. Al lavatorio de pies nunca acudí por la sencilla razón de que no me llevaban.
El viernes era un día para recordarlo por varias semanas. El dramático via crucis en el que mi abuela y padres nos decían que si no llorábamos al atestiguar el maltrato al Redentor significaba que no lo queríamos, por lo cual lagrimeábamos un buen rato con su respectiva efusión nasal. Al término del recorrido, la representación de la crucifixión entumía el alma y dejaba una extraña sensación de depresión que, lo admito, en cuestión de minutos desaparecía.
Vivir el Sábado de Gloria en la Ciudad de México, donde vivía la abuela, era una diversión de enanos que no se acostumbraba en el norte: el baño al que nos sometíamos alegremente en casa a cubetadas, dejaba más resfríos que satisfacciones, por el friecillo que en esos años registraba la capital mexicana casi todo el día.
Lo mejor del sábado era que volvían a la mesa el bistec, costillitas y otras maravillas, que coronaba al día siguiente, Domingo de Resurrección, la barbacoa de borrego que traían desde Hidalgo. No recuerdo tacos más deliciosos.
Tal vez evoco esos días a la luz de mi infancia y por eso lo hago con tanto cariño, pero ciertamente también los recuerdo de esa manera por la compañía de mis padres, hermanos, primos, tíos y de la inolvidable abuela Irene. Todo era mejor en familia.
Aunque lo intenté, no logre imbuir en mi prole esas costumbres, lo confieso. Con otro “chip” mental, se aplicaron al catolicismo hasta el momento que pudieron decirme con autoridad puberta “no quiero ir a misa”. Y sanseacabó.
Sí, añoro esos días o quizás lo que añoro es mi niñez. La verdad es que ya no hay visitas a las siete casas, pero la familia sigue siendo nuestro gran valor.
Feliz Semana Santa…
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