Ian Shelton no es un astrónomo convencional. Para empezar -y ahí la razón de su éxito-, es de los pocos que todavía disfruta pararse bajo la bóveda celeste, a altas horas de la madrugada, y mirar hacia arriba sin otro instrumento más que sus propios ojos.
El científico canadiense, de 64 años, sabe que esto podría sonar extraño, pero así es. Muchos de sus colegas ya no quieren “perder el tiempo” mirando hacia arriba, sin un poderoso telescopio de por medio, para escrutar al mismo cielo nocturno, supuestamente inamovible, que contemplaron los primeros humanos sobre la Tierra.
Fue así, sin embargo, que en la madrugada del 24 de febrero de 1987, bajo el cielo de la región de Atacama, en Chile, observó una luz tan brillante como desconocida que lo obligó a pensar si no estaba imaginando cosas.
Hoy, a 35 años del evento, Shelton aparece en todos los libros de historia como el descubridor de la última supernova que ha podido verse con el ojo desnudo, la SN 1987A, ocurrida en la Gran Nube de Magallanes, y apenas la sexta de la que se tiene registro en toda la historia humana.
Dicho de forma llana, una supernova es una estrella que explota al término de su vida y, como consecuencia, incrementa su nivel de luminosidad en millones de veces.
“Las supernovas son eventos increíblemente poderosos. Empujan a la física hasta sus límites, e incluso todavía más allá, hacia la física que todavía no entendemos, entonces esto es algo importante. Las cosas que ocurren en las supernovas no podemos hacerlas en un laboratorio; podemos simularlas”, según explicó el descubridor recientemente en un coloquio en la UAM Iztapalapa.
En entrevista, Shelton ríe cuando recuerda que su historia es parecida a la del astrónomo danés Tycho Brahe, otro descubridor de supernovas, quien miró una luz igual de brillante en 1572, entre la constelación de Casiopea.
“Estaba tan sorprendido por ello que hasta tuvo que detener a la gente en la calle para preguntarles ‘¿también puedes verlo?’. Sólo quería asegurarse de que no estaba imaginando cosas”, recuerda divertido.
El descubrimiento de la SN 1987A es hoy considerado uno de los más importantes de la astronomía moderna, pues la explosión visible de esa estrella -un “laboratorio vivo”, describe Shelton- ha sido fundacional para las nuevas teorías que buscan explicar la composición del universo.
En 1987, cuando tenía apenas 29 años, Shelton trabajaba como astrónomo residente en el Observatorio Las Campanas, que la Universidad de Toronto instaló en Chile.
Ahí, se encargaba de dar atención a los telescopios del sitio, asistir a los astrónomos visitantes, realizar observaciones remotas para otros investigadores y, tras su decisión de permanecer en el lugar prácticamente 24/7, para hacer sus propias observaciones.
“Básicamente yo estaba viviendo en la cima de la montaña”, añora.
“Ése era el sueño y yo empujé un poco las cosas y vivía en la cima de la montaña de tiempo completo porque me daba el mejor ‘rendimiento por mi dinero'”.
Ya desde entonces, cuando todavía no era un académico en forma, sin haber terminado aún su maestría y doctorado, Shelton ya era un astrónomo discordante.
A diferencia de sus colegas de esa época, estaba más interesado en lo que podía verse en el cielo sin dificultad, como las estrellas brillantes, que en aquellos fenómenos que sólo pueden observarse con los telescopios más avanzados.
“Estrellas que, de alguna forma, son pasadas por alto. Cualquier cosa más brillante que su magnitud, a los astrónomos no les importa. Las puedes ver con tus ojos, entonces, ¿para qué necesitas un telescopio? Los conocemos desde siempre”, ironiza.
Hoy se sabe, por ejemplo, que las estrellas más brillantes son ideales para encontrar planetas extrasolares, es decir, que se encuentran en otro sistema solar al nuestro, pues suelen ser las anfitrionas de esos cuerpos celestes que, en el 87, todavía no se conocían.
Con esto en mente, alrededor de las 2:00 horas de la madrugada del 24 de febrero, Shelton reveló una placa tomada por la cámara de uno de los telescopios y, de manera rutinaria, la comparó con la que tomó el día anterior para corroborar su calidad.
Fue entonces que descubrió una mancha de luz que no figuraba en ningún mapa de estrellas y, para comprobarlo, bastó con que saliera a la intemperie a mirar hacia arriba y, sí, ahí estaba.
Shelton, un hombre culto y afable, recuerda haberse reído de sí mismo al recordar la historia de Tycho Brahe, una vez que sintió la urgencia de consultar a sus dos colegas en Las Campanas para saber si no estaba viendo un fantasma estelar.
“Es una bonita historia porque puedes verla perfectamente por ti mismo, pero hasta que lo ves con alguien más, sólo para asegurarte de que no estás loco, o que estás siendo engañado, es muy difícil creer que realmente está ocurriendo, porque esperamos cientos de años y ver una supernova ocurrir es simplemente demasiado bueno para ser verdad, pero sí lo era”, cuenta.
En la historia de la filosofía, la supernova de Brahe, y la que Johannes Kepler vio después, en 1604, demostraron que los dictados de Platón y Aristóteles de la inmutabilidad del reino estelar eran equivocados, es decir, que el cielo nocturno sí puede cambiar de un momento a otro.
La SN 1987A ha propiciado importantes descubrimientos astronómicos, como la confirmación de que las estrellas de neutrones sí se crean a partir de las supernovas, como muestra la llegada de neutrinos al sistema solar un día antes de que la supernova de Shelton fuera visible.
Hoy, una de las ballenas blancas de la astronomía contemporánea es determinar si la SN 1987A se convirtió en una estrella de neutrones o en un agujero negro.
“Estoy muy seguro de que esa estrella de neutrones sigue ahí; estoy muy seguro de que no se colapsó en un hoyo negro”, aventura Shelton.
Aunque algunos equipos de astrónomos ya han asegurado haber encontrado la estrella resultante, el descubridor considera que falta esperar a que todo lo que bloquea el campo de visión, producto de la explosión, se despeje.
“Eventualmente eso es lo que va a pasar y veremos lo que está ahí. Si no encontramos una estrella de neutrones, un pequeño punto de luz que está endiabladamente caliente, entonces sabremos que se convirtió en un agujero negro”, explica.
Más allá de ello, para Shelton la SN 1987A es un emblema de la importancia de que cualquiera mire hacia el cielo nocturno, no sólo los astrónomos con equipo profesional.
“Los astrónomos profesionales son muy raros, y los telescopios que usan lo son todavía más”, comenta.
“Muchos de ellos no están bajo el cielo, nunca ven hacia arriba, porque no tienen tiempo para ello, o porque no hay algo que esté cambiando lo suficientemente rápido para interesarlos”.
Para infundir esperanza y gusto por la astronomía en las nuevas generaciones, Shelton usa la estadística: según los datos existentes, una supernova sucede en nuestra Vía Láctea con una frecuencia entre los 50 y los 400 años.
Como la supernova que él descubrió ocurrió en una galaxia vecina, la Gran Nube de Magallanes, quiere decir que el reloj no se ha reiniciado desde que Kepler vio la suya en 1604, por lo que una supernova visible a nuestro ojo, en nuestra Vía Láctea, podría ocurrir en cualquier noche.
“La idea es que la siguiente supernova brillante es quizá la zanahoria que necesitamos para alentar, al menos, a los chicos, para que salgan, que hagan que sus padres los lleven a ver el cielo nocturno, que les den un mapa de estrellas, o con una aplicación en su teléfono, que se aprendan las constelaciones”, celebra.
Como investigador de la Universidad de Toronto y la Universidad Ryerson, y el descubridor de una piedra de toque para la astronomía moderna, Shelton reivindica, antes que cualquier otra cosa, a los astrónomos amateurs.
“Cuando digo astrónomos amateurs, me refiero a que, si conoces a la Osa Mayor, si conoces algunas constelaciones, ya eres un astrónomo amateur, ya tienes algo de conocimiento porque el cielo no cambia, la Osa Mayor es el mismo patrón en el cielo que ha tenido por toda la humanidad”, explica.
“Entonces, una vez que aprendes esto es algo bueno, porque cuando miras hacia arriba y, de repente, ves una estrella adicional, acabas de descubrir la nueva supernova”, sonríe.
A lo mejor y mañana, como le ocurrió a él mismo en el Observatorio Las Campanas, un simple movimiento de cabeza y un cielo despejado son lo único que se necesita para un gran descubrimiento astronómico.