Con la llegada de las vacaciones escolares, muchas familias y docentes se preguntan qué pasa con los aprendizajes cuando paran las clases. ¿Se pierde el tiempo? ¿Se estanca el desarrollo? ¿Conviene seguir con tareas o actividades académicas para “no perder el ritmo”?

Estas preguntas ignoran algo fundamental: el aprendizaje no se detiene cuando termina el año escolar. Simplemente, cambia.

Durante las vacaciones, lejos de las estructuras formales académicas, los niños y jóvenes siguen aprendiendo –y mucho–, aunque de manera más informal, espontánea y emocionalmente significativa. En lugar de contenidos curriculares, lo que se cultiva en estos períodos de “descanso” son competencias igual de esenciales para la vida: habilidades sociales, autonomía, creatividad, gestión emocional, resolución de conflictos, conciencia del tiempo, sentir el aburrimiento..

Tiempo desestructurado y desarrollo cerebral

En nuestra sociedad, marcada por una obsesión con la productividad y el rendimiento, tendemos a ver el tiempo libre como un “vacío” que hay que llenar. Sin embargo, la neurociencia y la psicología del desarrollo llevan años demostrando que el descanso, el juego libre y la socialización entre iguales son fundamentales para el desarrollo cognitivo, social y emocional en la infancia y la adolescencia.

Las vacaciones permiten algo que difícilmente ocurre en la escuela: el tiempo desestructurado. Un espacio sin objetivos definidos, sin evaluación ni presión externa, donde los niños pueden explorar el mundo a su manera, seguir su curiosidad, aburrirse (el aburrimiento también enseña) y encontrar formas propias de resolver problemas cotidianos.

El valor del juego y la desestructura

El juego libre es una de las actividades más serias y formativas de la infancia y la juventud. No todo debe tener un propósito académico para ser valioso. Jugar es, en sí mismo, una forma profunda de aprendizaje. Es en el juego donde se experimentan roles, se ensayan normas, se gestiona la frustración y se valora la creatividad.

Además, el hecho de que muchas de estas experiencias ocurren fuera de estructuras rígidas no las hacen menos valiosas; al contrario, son complementarias. De hecho, la desestructuración del tiempo hace los aprendizajes más personalizados, más duraderos y conectados con la realidad emocional del niño.

¿Qué pueden hacer las familias?

No se trata de convertir las vacaciones en otra escuela paralela ni llenar la agenda con actividades formales. Lo ideal es encontrar un equilibrio entre cierta estructura (rutinas básicas y límites claros) y cierta libertad.

Algunas ideas para acompañar son:

• Fomentar momentos de juego libre, incluso sin juguetes.

• Proponer tareas sencillas en casa que impliquen participación y responsabilidad.

• Conversar sobre lo que sienten, lo que les interesa, lo que sueñan.

• Dejar tiempo para el aburrimiento, sin llenarlo enseguida.

Las vacaciones no son una pausa en el aprendizaje: son un escenario distinto, con otras reglas, donde aparecen nuevas formas de conocimiento fundamentales para la vida. Reducirlas a un simple tiempo “improductivo” es no ver todo lo que está sucediendo en la mente y en el ámbito emocional de los niños y adolescentes.

Seguramente, la lección más importante sea que aprender no siempre requiere un aula en una escuela. A veces, basta con un grupo de amigos, un árbol para trepar, una conversación, una tarde sin nada que hacer… Porque, como decía el pedagogo Francesco Tonucci, “los niños no necesitan más deberes, necesitan más vacaciones, más tiempo libre, más juego y más calle”.