Que si la pobreza, que sin el hambre, que si la enfermedad, todo puede contribuir para que nuestro mundo se derrumbe.

Que si el desamor o la soledad, la vejez o la incertidumbre. Acaso no hemos caído otras tantas veces y al sentirnos perdidos, mirando al cielo imploramos tu ayuda mi Señor y hoy me pregunto: ¿Cuándo me has dejado sucumbir en el suelo, si ayer como hoy sigo de pie por tu amor consolado.

Cabalgando con Dios Como quijote andante, montado en mi desesperanza, cansado de combatir a las bestias enajenadas, vuelvo el rostro al horizonte, como queriendo medir el largo camino que aún me espera.

Mi boca enmudeció de tanto defender mis ideas de hombre probo, mi voz, que como espada de filo romo, levanté al cielo para amedrentar con ello a mis enemigos, no hizo mella en su actitud canalla. Me acompañan, después de mil batallas, sólo mi cansancio y las heridas de mi cuerpo, provocadas por la intriga y por la infamia; poco me queda ya para insistir en mi defensa.

La fatiga de mi mente se debate ente el sueño y la vigilia, enfrentando su propia lucha, para mantener erguida mi figura y demostrar con ello, que más que huesos y carne dolorida, es la fe mi mejor sustento.

Las débiles alianzas y el interés perdido de aquellos que pudieran caminar conmigo, marcan la huida y la renuncia, aún sin el esfuerzo consabido, regresando temerosos por el camino recorrido.

Pero mi espíritu de Hidalgo, no me deja escuchar a los vencidos ¿Por qué te empeñas, Señor, en que yo luche, si apenas puedo mantenerme en pie? ¿Qué no ves mi marcha torpe y titubeante que refleja mi pobre corazón herido? ¿Por qué confías en mí, si soy de tus guerreros el más pequeño y desvalido? ¿Por qué, después de mis múltiples derrotas? ¿No son acaso mis tristezas suficientes para desanimar tu divino y tenaz empeño? ¡Pero, qué infamia digo, mi Dios! ¡Qué fe tan vulnerable y fría! ¡Qué cobardía detestable! ¿Por qué permito que el temor sombrío, me ciegue y pierda deshonrosamente mi valía, doblegando con ello mis anhelos de servirte? ¿No has sido acaso Tú, Señor, la luz que por las noches iluminas mi camino? ¿El samaritano que curó mis heridas? ¿El que me dio de beber en el desierto el agua viva? Sí…Tú, mi divino Pastor, el que apacienta mi alma y me regresa la paz.

Perdona Señor, todas mis flaquezas y permíteme cargar de nuevo con mi cruz, seguro estoy que como ahora, cuando vuelva a caer desesperado, me tomarán tus brazos poderosos, retornado a mí la vida, gracias al milagro de la fe.