Dios está triste, le comentaba a mi otro yo, y él respondió: Y cómo no había de estarlo, al ver sufrir a sus hijos en la tierra, debido a la pandemia. No, Dios no está triste por eso, porque todos aquellos que han partido ya tenían que irse; Dios esta triste, porque a pesar de los estragos que ocasiona esta calamidad, no ha sido suficiente para que el hombre cambie su manera de ser. La mayoría habla de las oportunidades que nos da el adoptar las medidas de recogimiento, pero son sólo palabras, porque la realidad sigue siendo la misma; la humildad brilla por su ausencia, la caridad es muy limitada, la fe sigue siendo el último recurso que buscan quienes tienen problemas y el amor por el prójimo es sumamente cuestionable.

No necesitas observar al mundo para darte cuenta lo miserable que somos los seres humanos, dirige tu mirada al seno de la familia y ahí encontrarás sólo quejas, reclamos, envidias, celos, desprecio; el amor está ausente en los hogares, los padres riñen con los hijos, hijos odian a sus padres, hay pleitos entre hermanos, hay abuelos abandonados a su suerte. Y qué decir de lo desorganizada que se encuentra la sociedad, debido a autoridades indolentes que piensan sólo en la política, antes que en velar por la seguridad y la salud de su pueblo, hay un pueblo indiferente y dividido por el odio, aferrándose a falsos mesías, rindiéndole culto a dioses o ídolos inexistentes, cerrándose a escuchar y a ver lo que en realidad está ocurriendo, viviendo un presente de agravios, indiferencias, de voluntad endeble, sometida a las tendencias que marcan quienes quieren aprovechar la confusión, para sentar las bases de un futuro que podría no existir.

¿Qué quiere Dios? preguntó mi otro yo, quiere que nos amemos los unos a los otros como él no ama. ¿Será esto posible?

“Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo: El que me sigue, no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12)

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