Un buen día, viernes para ser preciso, a las tres de la tarde, joven, como era en ese maravilloso momento, sintiéndome libre de toda atadura, decidí pasar el fin de semana en la casa de mis abuelos maternos; solicité para ello permiso a mi madre, y ella gustosa me dio para el pasaje del autobús, pues a donde me dirigía distaba de la ciudad de Monterrey algunos 30 kilómetros; subí al transporte sin ningún contratiempo, me acomodé en uno de sus asientos, nada cómodos en ese tiempo, y a falta de aire acondicionado porque era un lujo, decidí abrir la ventanilla, dejando que el aire, originado por la velocidad del vehículo, pegara en mi cara suavemente, y digo suavemente, porque la velocidad siempre era moderada.

Cuando llegué a la plaza principal, de Santiago, NL, acalorado, pero más emocionado, me preparé para emprender una buena caminata cuesta arriba, ya que la casa grande, distaba de ese lugar aproximadamente de tres a cuatro kilómetros, y en el recorrido se podía optar por desviarse por un camino, o seguir de frente por la carretera pavimentada; en lo particular, gustaba de seguir el atajo, desde luego, el camino sólo estaba empedrado y tenía que pisarse con cuidado y desplazarse lento; pocas casas había construidas en aquel tiempo por aquel camino de terracería, y a pesar de mi juventud, llegaba un momento en el cuál me detenía a descansar, agotado por la subida y sudando a más no poder, mas, para mi fortuna, había un frondoso árbol en la orilla, en cuya sombra me dispuse a reposar, pero para mi asombro, la pila de piedras que se usaban como asiento ya estaba ocupada por un hombre de campo, recargado en el grueso tronco, cuyo viejo sombrero de paja le cubría los ojos, así como se acostumbraba por allá, cuando se desea tomar una siesta vespertina; quise seguir de frente, pero desistí, y tratando de no hacer ruido me senté en el suelo, mas, por cuidadoso que fui, algunas piedras se movieron y el hombre sin quitarse el sombrero, saludó diciendo: siéntese amigo, hay lugar para más de dos, después se enderezó, se acomodó el sombrero y se me quedó mirando como tratando de reconocerme mientras yo trataba también de identificarlo, porque difícilmente, en ese lugar, no podrías no conocer a la gente, pero ni él, ni yo tuvimos suerte, y como era de esperarse me pregunto: ¿Y tú de quién eres?, sin desconfiar le dije soy hijo de Ernestina Caballero, hija de Don Virgilio y doña Chabela. El hombre dijo, eres gente de bien, y continuó la charla con un: ¿A qué te dedicas? Estudio, dije, estoy en primero de secundaria en Monterrey y vengo a visitar a mis abuelos. ¿Y eso de estudiar, es difícil? Continúo diciendo.

Desde luego que lo es, tanta materia hace del estudio una pesada carga, pero así es la enseñanza, o así dicen que debe de ser para llegar a convertirte en un hombre de bien, pero de pensar en todo lo que me falta para llegar a la universidad, la verdad, todo esto me mortifica y me cansa. ¿Y usted a que se dedica? Yo apenas se leer y escribir, pero toda mi vida he sido un arriero, un arriero feliz. Feliz, le dije, si hubiera estudiado, tendría más oportunidades en la vida, tendría dinero, es más, tendría un buen sombrero.

El hombre sonriendo se me quedó mirando y me dijo: Yo no veo que tú seas feliz, y eso que apenas vas en primero de secundaria, si vienes a casa de tus abuelos, es porque estarás escapando de tanta tarea que les encargan, conozco a muchos como tú, que se la pasan los fines de semana estudie y estudie. No, joven yo soy feliz así como estoy, porque tengo toda esta sierra para andar con mis animales, con los cuales platico cuando me siento solo, ya hasta les puse nombre, y lo mejor de todo, nunca te repelan, ni se pelean contigo, no te envidian nada, y hasta son agradecidos conmigo y hago tan poco por ellos sólo los llevo a pastar y los veo con qué gusto se alimentan y luego de hartarse, se echan a descansar; yo disfruto de eso y por eso soy feliz. Tiene razón buen hombre, yo quisiera sentirme así, libre como el viento y no preocuparme tanto por lo que va a pasar más adelante, pero a usted le tocó vivir del campo y yo me tengo que abrir camino , compitiendo, incluso, para llegar más alto, pero sin ninguna certeza de ser feliz.

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