El fin de semana coincidieron todos mis nietos en nuestro hogar, de hecho, no se podía dar un paso entre la sala y el comedor, mi recinto literario lo ocupaba los mayores, quienes no dejaban por un instante las computadoras; mientras las más pequeñas conspiraban en el patio para que al llegar la noche se llevara a cabo una pijamada; al escuchar su plan, de inmediato le dije a mi adorada esposa que yo deseaba dormir a pierna suelta para reponerme de las levantadas temprano que impone la semana laboral; ella tratando de calmar mi ansiedad me aseguraba que las niñas irían temprano a la cama y no había nada de qué preocuparse, y yo siendo un hombre de buena voluntad le creí, así es que el día trascurrió de forma normal diría María Elena, pero, para mí no tiene nada de normal el ver subir y bajar duendes por toda la casa, cerrar el refrigerador como cincuenta veces, , recoger los juguetes para no tropezar con ellos, en fin, los estimados lectores que ya entraron al club del abuelo feliz, sabrán de lo que estoy hablando.

Llegada la noche, el primero en irse a dormir fui yo, preparé meticulosamente la cama,  bajé la intensidad de la luz, puse música clásica catalogada para relajar e inducir el sueño, y a los pocos minutos empecé a entrar a las primeras etapas del sueño; cuando estaba entre dormido y despierto, escuché la voz de mi esposa en un tono muy tenue, invitando a las nietas a irse a la cama y no hacer ruido, me fui imposible mantener los ojos cerrados así es que vi el desfile pasar frente a mí, mientras ellas se dirigían a su recámara, por cierto anexa a la nuestra; escuché cómo mi esposa las acostaba y les volvía aconsejar de permanecer en silencio, hicieron antes una oración especial para tener hermosos sueños, esa que invita a soñar con angelitos, al término de la misma, María Elena bajó a la cocina para dejarla impecable, como acostumbra. Para entonces ya el CD  de la música para soñar se había terminado, y no me quedó otra que optar por poner en práctica el plan B: Contar borregos brincando una cerca, pero por más que lo intenté no pasaba de la tercer oveja, pues las niñas habían empezado su pijamada y no paraban de hacer ruido, no me quedó otra que ir a su habitación para persuadirlas,  ellas ya habían tendido una colchoneta y tenían en unos platos  papitas y golosinas, por lo que me dio pena  cancelar su juego, de ahí que me senté mejor con ellas y se les ocurrió que contara una pasaje de mi historia relacionada con el noviazgo con su abuela y fue entonces cuando me vi imposibilitado a negarme y les narré lo siguiente:

El papá de su abuela se llamó en vida Aristeo Rodríguez Guerrero, fue un hombre bueno muy honrado y trabajador, era sumamente organizado, tal vez por ello, le gustaban las matemáticas, su forma de ser era estricta, como si lo hubiera estudiado en escuelas militares; la familia, era muy disciplinada y también les agradaban las matemáticas sobre todo a los varones, y las mujercitas eran y siguen siendo excelentes amas de casa.

Cuando mi familia apareció en escenario victorense, nos tocó en suerte ser vecinos de los papás de su abuela, y contrastaba nuestra manera de ser con la de ellos, porque nuestra forma de pensar era más  flexible, pues veníamos de Monterrey, que era una ciudad más grande.

Nuestra  ruidosa presencia no le agrado a su bisabuelo Aristeo, quien de inmediato reforzó las reglas de conducta de su familia para evitar con ello la “mala” influencia de los que veíamos de fuera, pero esto no dio resultados, como suele suceder en este tipo de casos, al poco tiempo las dos familias realizábamos actividades comunes; yo me hice amigo de los muchachos y para no hacer enojar a Don Aristeo, no le hablaba a sus hijas, entre ellas se encontraba su abuela María Elena; pero noté que había algo en ella que me llamaba mucho la atención y eso era la forma en que me miraba, a mí la verdad me daba un poco de pena mirarla, pero un día nos topamos de frente y ya no tuve para donde hacerme, así es que desde ese día yo  creo que me hipnotizó, y mírenme ahora, cuidando a un montón de nietos desobedientes, que no paran de jugar y no dejan dormir a su abuelo, por lo que se van a dormir desde este momento, o les cuento otra de estas aburridas historias. Las niñas empezaron a reír, pero no creyeron que estuviera enojado, así es que Valentina, la más pequeña, fue por mi almohada y, al poco rato  todos dormimos vencidos por el sueño, sin tener que contar más borregos, que por cierto, cómo abundan en estas fechas.

 

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