Un buen día, en una reunión de amigos platicábamos sobre las experiencias gratas e ingratas que ocurren en la vida y habiendo tocado el tema del amor, de manera espontanea y sincera dije lo siguiente: Del amor quisiera lo mejor.
Entonces uno de los asistentes me corrige: discúlpame, pero todo lo que genera el amor es bueno ¿cómo puedes querer lo mejor? Le respondí: Si hablas del amor al que nos invita Cristo a practicar estoy totalmente de acuerdo contigo, hablaríamos entonces de que sólo existe una clase de amor y por ende, una forma de amar, pero, nos falta mucho para llegar a entenderlo, de ahí que la mayoría de nosotros le llama amor a aquello que le permite sentirse bien consigo mismo sin tener que renunciar a su egoísmo.
Si amaramos de verdad, podríamos comprender que no todo lo que nos parece incorrecto es producto de un sentimiento mezquino que tiene como único fin el dañar a nuestro prójimo; con esto quiero decir, que cuando el orgullo tiene prioridad sobre el amor, aquél es el origen de la inconformidad, evidenciando sólo un intento inmaduro de apreciar el valor real de las cualidades que distinguen al ser como buena persona; el que privilegia el orgullo sobre el amor, olvida que el hombre y la mujer no son perfectos y que existen muchos factores que lo predisponen a caer, habría entonces que darse la oportunidad de analizar con detenimiento si existe la verdad que justifica al ofensor, esto, para no juzgar con ligereza, porque muchas veces, por dejarse llevar por el orgullo herido, se sentencia al presunto a sufrir una condena de por vida, que no sólo mortifica al cuerpo marcado por la desconfianza, sino que apura al espíritu a abandonar la custodia que lo emplaza, para esperar que le sea otorgado el perdón por el único que tiene autoridad moral por poseer el verdadero amor, me refiero a Aquel que no tiene pecado ni mancha a Jesús el Redentor.
Todos guardaron silencio y en ello, al menos los puse a pensar en que lo que a muchos nos hace fallar tiene más de una sola causa.

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