Hay emociones que requieren de una profunda reflexión antes de darles una interpretación, si sólo tomamos en cuenta lo nos ofrece la vía neurológica baja de respuesta, esto es necesario, para darnos la oportunidad de valorar otros elementos o detalles que pueden pasar desapercibidos, y cuyo análisis nos podría evitar dolor, frustración o desencanto, cuando se trata de definir correctamente, el impacto que tienen en nuestro equilibrio emocional, nuestras relaciones interpersonales o sociales.
El tema viene a colación, por la inquietud que causó en algunos de nuestros amigos, familiares y amables lectores, un artículo de la serie “Las mil y una anécdotas” que publiqué recientemente, y deseaban les aclarara lo que a su fina percepción había yo dejado inconcluso; y estando en mi humilde sentir como eterno aprendiz de escritor, el complacer a aquellos que me hacen el gran honor de leer mi columna, no podría negarme a su justa petición, por lo que hoy trataré de aportar más argumentos para que la narrativa en cuestión, sea más concluyente y pueda despejar sus dudas, por lo que empezaré con lo siguiente: Es menester de un buen hijo no juzgar a sus padres; la obediencia es un valor que se adquiere durante la formación informal en el hogar, yo aprendí de buena forma a obedecer a mis progenitores, basándome en el amor que les profeso; así es que a una orden de mi padre, de acompañarlo en aquel recorrido, nunca dudé de obedecer, y menos, si lo que más anhelaba en aquel momento era pasar más tiempo cerca de mi padre; me fue muy gratificante escucharlo hablar y verlo contento, lleno de vida diría yo, y probablemente feliz, como feliz me encontraba también al tener esa oportunidad; al parecer, mi padre nunca tuvo la intención de comprar aquella propiedad, sólo era un punto de referencia para encontrarse con el dueño del rancho, con quien probablemente se había citado aquel día, para atender algún compromiso familiar o dentro de su competencia profesional, ya que el propietario de aquel terreno, resultó ser un primo cercano, y entre la familia había algunos adultos mayores con padecimientos crónicos. Mi padre guardó sólo para él, el verdadero motivo de aquella reunión, y tal vez solicitó mi participación sólo como acompañante o chofer. El por qué me dejó en aquel solitario lugar no lo sé, el por qué no regresó por mí, tampoco lo sé, reconozco que conforme pasaron las horas, más que el temor de estar sólo me fue invadiendo un sentimiento de abandono, que ya conocía con anticipación, y con él se presentó un indescriptible dolor, que al no poder encontrarle origen corporal lo ubiqué en el alma; llorar no pude, porque al ver al viejo perro que se quedó a mi lado, echado a mis pies, me pregunté si él se sentía feliz con mi presencia y así lo comprobé cuando compartí los alimentos, pues lentamente movía su cola cada vez que le acercaba la comida; cuando saqué la silla a la parte delantera de la cabaña, el perro me siguió dócilmente, al sentarme sobre la silla, el noble animal se echó a un lado de mis pies, y de manera inesperada empecé a platicar, le hablé sobre ese afortunado momento, teniendo como marco un hermoso cielo lleno de estrellas, experimentando una paz como pocas veces.
No supe en qué momento el perro se retiró, tal vez fue al despuntar el alba, poco antes de que yo despertara de aquella supuesta vigilia completa, mas mi ánimo no era del todo malo, pues emprendí el camino de regreso a casa, llegué con la conciencia tranquila, me preparé para ir a la escuela y después, al bajar caminando la loma del Santuario, llegué al laboratorio para saludar a mi padre, y agradecerle aquel inesperado viaje, que me ayudó a conocerme más a mí mismo.
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