Rescatando páginas del libro de la historia de mi vida, recordé que un buen día de mi niñez, mi abuelo materno de nombre Virgilio, me encontró meditando a mediodía sobre una gran roca que estaba casi en la equina de la tienda de abarrotes de su propiedad; recuerdo que yo no traía zapatos, ni camisa y portaba mi pantalón arremangado casi hasta las rodillas; el sol no calentaba lo suficiente aún, como para evitar que me moviera de ahí por ese motivo, así es que, no me preocupaba el calor; mi abuelo, que deambulaba por ahí, se percató de mi presencia, me observó por unos minutos, y después, simulando que estaba molesto, me invitó a bajar del sitio donde me encontraba, recuerdo que dijo que parecía una lagartija rayada sobre la piedra y que mi piel se me tostaría por el efecto de los rayos del sol; como era importante no hacerlo enojar, le comenté que estaba ahí investigando cómo una piedra tan grande había llegado a ese sitio, quería saber también, por qué no había sido removida de ese lugar.
El abuelo levantó su sombrero un poco más de lo que acostumbraba, dejando que su frente se continuara con la calvicie que lo caracterizaba, y refunfuñando me dijo: te bajas o te bajo. Le contesté: Así por las buenas, ni quien diga nada, y empecé a bajar, subí la banqueta, el me esperó ahí, me tomó de la mano y me llevó al interior de la tienda, y le platicó a mi tía Chonita lo testarudo y ocurrente que era, le dijo: No me explico como un niño puede interesarse en ese tipo de cosas, habiendo tantas otras en las que se puede ocupar.
Ay papá, dijo la tía, los niños de hoy son muy curiosos y quieren saber todo, pero déjemelo aquí, necesito que me ayude a acomodar la mercancía; y mi abuelo se fue, y pensando que no lo veía, pude notar que se iba riendo de un suceso, que no teniendo importancia, había despertado en él una duda: ¿Quién puso esa gran roca, abajo de la banqueta, en la esquina de su tienda de abarrotes?
Ya por la tarde, cuando estábamos merendando en la mesa de la cocina, mi primo Gilberto y yo, se acercó mi abuelo y me dijo: Parce ser que la piedra que tanto te interesa, llegó hasta ahí cuando construían la carretera, la removió una de las máquinas que trajo la gente de Monterrey, cuando estaban pavimentando el camino para llegar al “Túnel” que hicieron, para conducir el agua que bajaba de la sierra.
Sin más mi abuelo tomó una taza, y se sirvió un poco de café negro de la olla de peltre azul moteada de blanco, que estaba sobre la hornilla de la estufa, le dio un sorbo grande, y antes de que se fuera le dije: Gracias abuelo, me has quitado un gran peso de encima, yo me imaginaba que la piedra se había venido rodando desde las faldas del cerro, como si hubiese sido una gran canica, aplanando todo lo que encontraba a su paso y me preguntaba, si algún niño como yo, pudo haber tenido la poca fortuna de estar en su camino.
El abuelo sonrió y comentó: tienes una gran imaginación, no quiero saber a qué te vas a dedicar cuando seas grande.
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