Hay silencios que resultan ser más dolorosos que las injurias; nadie que yo conozca, ha tenido la certidumbre de que su actuar en la vida, ha sido del todo satisfactorio, justo y benéfico para los demás; si se trata de las relaciones familiares, basta hacer un poco de reflexión para encontrar detalles que han contribuido negativamente a enturbiar las buenas relaciones entre esposos, padres e hijos, entre hermanos, entre abuelos y nietos.

Que yo recuerde, en mi relación con mis padres, muchas veces callé ante situaciones, que de ser comentadas con respeto y claridad hubieran evitado una serie de malos entendidos que dio al traste con la confianza. Mi madre, la más cercana a nosotros, trataba siempre de atender y resolver, no sólo las situaciones difíciles que iban surgiendo conforme pasábamos de una etapa a otra del desarrollo, aunque a decir verdad, había algunos dilemas que tenía que consultar con mi padre, que vivía muy ocupado como para tratar nimiedades, como él les nombraba a todo lo que requería de dinero para resolver los problemas; por lo general, adoptaba una actitud de molestia y enojo, por lo que muchas veces se buscaba una vía alterna para tratar de solucionar las necesidades. Pronto entendió mi madre que había situaciones que era preferible callar para evitar aquella explosión desbordada del ánimo del jefe de familia. Cuando los hijos nos percatamos de ese mecanismo que bloqueaba toda comunicación, para aminorarle la presión a mi madre, intentábamos tratar la necesidad directamente con quien pensábamos era quién resolvía ese tipo de problemas; algunos utilizábamos estrategias especiales para hacerle sentir a nuestro padre que requeríamos zapatos, uniformes, o libros; primero le dábamos por su lado, a todo le decíamos que sí y cuando él se sentía relajado le hacíamos la petición, curiosamente no explotaba en ira, se quedaba callado, y ya sea que buscara en su cartera algún billete, o nos pedía que lo buscáramos en otro momento, o de plano decía: Ya veremos, pero el ya veremos, en ocasiones se prolongaba, y mi madre entraba en ansiedad, después en depresión, y desesperada, solicitaba un crédito en alguna tienda de ropa y zapatos, en alguna librería, o de plano en una institución bancaria, resolvía el problema y después buscaba trabajos como comisionista en alguna tienda que vendiera artículos para el hogar, muebles para oficina, máquinas de escribir, cosméticos, etc. Nunca escuché a mi madre juzgar a mi padre, ni reclamarle, siempre permanecía callada, en un silencio doloroso. Los mayores, algunos adolescentes, y otros aun siendo niños, despertamos a esa realidad de recrudecer nuestras estrategias para resolver problemas; nunca observé a alguno de mis hermanos juzgar ciegamente a mi padre o a mi madre, simple y sencillamente decidieron actuar a su manera, y digo decidieron actuar, porque yo me quedé ahí, compartiendo aquel silencio doloroso con mi madre y buscando alternativas para restarle presión a los problemas.

Nadie se da cuenta de lo fuerte que es, hasta que no lo descubre ante situaciones que lo requieran. La figura de mi madre, se agigantó tanto que su sombra benefactora nos cubrió a todos, incluso, a nuestro padre, entonces yo me preguntaba: ¿Qué tiene esta mujer que la hace tan fuerte, tan resistente, tan competente? y un buen día me decidí romper mi silencio para preguntárselo y ella me contestó: Tengo el amor de todos ustedes y cuento con la ayuda de Dios, quien jamás me ha abandonado. Después le pregunté: ¿Y eres feliz después de derramar tantas lágrimas? Y contestó: Nunca he llorado por lo que me ha pasado a mí, sino por lo que ustedes tuvieron que vivir; y sí hijo, soy muy feliz, porque gracias a Dios, pude darles todo lo que puso a mi alcance para verlos felices, incluso, en los momentos más difíciles que cada uno de ustedes vivió en su momento.

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