Apenas unos meses atrás, veía cómo mi nieto mayor mostraba una actitud de indiferencia y poco respeto hacia todo aquello que podría involucrar el poner en evidencia su verdadero sentir en la vida; él estaba firme en seguir aparentando tener una personalidad ruda, machista y e irreverente; días antes de iniciar la cuarentena acudió a nuestra casa, y tuve la oportunidad de dialogar con él, trataba de motivarlo para que fortaleciera sus valores positivos, le sugerí que fuera paciente, tolerante y solidario con su madre y hermanos, pues le esperaban días difíciles al quedarse en casa por tiempo indefinido; desde luego, que al principio, no se interesó en el tema, por lo que tuve que insistirle, todo, para evitar lo más que se pudiera, el que se viera afectado por el confinamiento, y resultó que después de la primera semana, empezó a exacerbarse una mala actitud para el trabajo en equipo; al enterarme le hice una llamada para preguntarle cómo se encontraba, y dijo que bien, que todo estaba tranquilo, a lo que le contesté, que si así era, lo felicitaba; pero en seguida repuso: Bueno he tenido algunas diferencias con el resto de la familia, pero prefiero no hablar de ello; le reiteré que cuando sintiera la necesidad de platicar sus inquietudes, yo estaba dispuesto a escucharlo en cualquier momento, guardó silencio por uno segundos y después me dio las gracias. Por otro lado mi nieto José Manuel, el más pequeño; las primeras dos semanas, cuando hablábamos por teléfono decía que nos extrañaba mucho a su abuela y a mí, aseguraba que deseaba jugar y hasta me pedía le contara cuentos, a siete semanas de iniciada la cuarentena, el niño se muestra evasivo, se comunica poco y cuando llega a pasar en el auto con sus padres por la calle donde vivimos, procura esconderse dentro del habitáculo, esquiva la mirada y apenas sí responde a nuestras preguntas.

En ambos casos, a pesar de la diferencia de edades 3 y 15 años, me da la impresión que por su condición de varones, ante la presencia de situaciones adversas, ambos tratan de blindarse emocionalmente para evitar el dolor que les causa el distanciamiento de las personas que aman, y en el inter, surge una conducta que evidencia un mecanismo que los mantiene a la defensiva.

En una ocasión, un amigo, me preguntó sobre el motivo por el cual, en algunas ocasiones se evita el exponer los verdaderos sentimientos; le respondí lo siguiente: pienso que una vez que se ha vulnerado nuestra forma de concebir la felicidad, se lesiona temporal o permanentemente nuestra capacidad para mantener la armonía y el equilibrio de nuestras emociones, nos volvemos desconfiados, y muy sensibles a la más mínima expresión de violencia, de tal forma, que si alguien en algún momento del desarrollo de tu personalidad, te trató con agresividad, te ridiculizó ante los demás, te señaló
como un ser débil, inmaduro e incompetente; tu organismo trata de buscar una forma para evitar el sentiré mal por ello, de ahí que te vuelvas un ser solitario, una persona agresiva o incluso, alguien que pueda superar todo aquello que te marcó, pero, que utilizará lo que esté a su alcance para desquitarse de aquellos que identificó como causantes de su infelicidad o de los que sin tener ninguna relación con ellos, denotan rasgos similares.

Sin duda, es difícil lograr un cambio, cuando la misma cicatriz de lo que te hirió te está recordando lo mal que la pasaste en un momento de tu vida, pero en el querer está el poder, y si a alguien se le dificulta decir o aceptar lo mucho que ama, a pesar de lo que duele el reconocerlo, en el ejercicio de ese poder, se puede llegar a perdonar, para deshacerse del dolor y vivir una vida plena.

Nadie puede arrebatarnos el derecho de ser felices, está en nosotros el ejercer ese derecho y para ello, contamos con el apoyo incondicional de Jesucristo, quien, de escuchar su Palabra, siempre mantendrá iluminada nuestra vida, para no perdernos en el camino.

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