En una ocasión mi nieto José Manuel, de casi tres años de edad, me observaba, cuando yo me encontraba sentado en mi taller literario tratando de evocar un tema para mi columna, la verdad, no quería escribir sobre cosas negativas, así es que me esforzaba por narrar un acontecimiento positivo; me llamó la atención que el niño permanecía muy quieto y callado, de ahí que salí de mi cavilación para preguntarle qué quería, y él me dijo: Abuelo ¿por qué miras de esa manera? De cuál manera, le contesté. Así, dijo, con los ojos chiquitos como rendijas. Lo que pasa, José, es que estoy mirando hacia adentro, cuando uno abre muchos los ojos, quiere ver todo lo que hay afuera, pero si entrecierras tus ojos, y dejas que tu corazón sea el que vea, podrás encontrarte con cosas maravillosas que hay en tu interior. El niño admirado por tal revelación, me pidió le enseñara a ver su interior, lo que intuí sería difícil enseñarle, porque se requiere de cierta madurez, tanto intelectual como cronológica para desarrollar la capacidad de la introspección, pero el niño insistió, entonces le pedí que pusiera los ojos de rendijas, como el describió, después le dije que tratara de no ver lo que había afuera, pero el niño comentó que no podía, que sólo lograba ver las cosas de un tamaño más pequeño; aproveché la experiencia para dejarle una aprendizaje de vida y le dije lo siguiente: Qué bueno que veas las cosas más pequeñitas, eso quiere decir que tú tienes el poder de reducir aquello que pueda ocupar mucho espacio en tu vida, cuando seas grande no lo debes de olvidar, porque se te presentarán muchas situaciones, que siendo pequeñas y molestas, igual, a voluntad podrás hacerlas grandes y ocuparán mucho espacio en tu interior, a éstas se les llama problemas. Entonces el niño dijo: Deja eso abuelo y ven a jugar conmigo, yo estoy chiquito y no seré un problema para ti. Tú nunca serás un problema para mí, porque en mi corazón hay mucho espacio para ti.
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