Hace algunos años escribí un artículo sobre el amor de los seres humanos a sus mascotas, sobre todo, puntualicé en la narrativa, los hechos de lo que yo había observado durante los primeros 5 años del vínculo que existía entre mi hija Mayeya y su mascota, un perro de la raza Sharpei. Desde que llegó a nuestro hogar el cachorrito fue aceptado con mucho agrado, especialmente por mi hija, a quien se lo habían obsequiado. Como todos los perros de esa edad, era sumamente tierno, simpático y juguetón, sin olvidar también que orinaba en múltiples ocasiones y si no poníamos cuidado por donde pisábamos, resbalábamos, como así fue en varias ocasiones; pero todo se puede soportar cuando ese ser contribuye a la felicidad de un hijo.
No sé por qué, mi hija le puso por nombre al perro Kiko, pero pronto respondió el animalito a ese llamado, y como era la novedad, lo primero que hacíamos todos al llegar al hogar era saludar y acariciarlo y él respondía como suelen hacerlo los de su especie; siempre se vio la nobleza de Kiko, sumamente dócil con los de la casa, pero dispuesto a defender su territorio ante los extraños, nunca llegó a morder a ningún ser humano, pero no perdonaba la intromisión de los gatos a la jardinera de la parte frontal de la casa.
Cuando joven, Kiko disfrutaba de los paseos que le dábamos alguno de nosotros, pero conforme se fue convirtiendo en un perro adulto, su fuerza también fue aumentando y en algunas ocasiones llegó a arrastrar a nuestra hija, por lo que decidimos mejor ponerlo tras la reja del porche, desde entonces tomó muy en serio su papel de guardián de la entrada de la casa, logrando que lo respetaran, las personas que traen la correspondencia, los empleados que recolectan la basura, los mensajeros de publicidad comercial, las amistades de nuestros hijos, las visitas inesperadas, etc.
Cuando mis hijos empezaron a tener más actividades fuera de casa, empecé a notar triste a Kiko, al principio pensé que estaba enfermo, pero la verdad es que la tristeza desaparecía cuando le hablaba o lo acariciaba, pronto comprendí que los perros son tan sensibles como nosotros y que necesitan también del cariño frecuente de aquellos a quienes identifican como cercanos a su vida.
Hay personas que definen su vida como miserable y utilizan en forma despectiva la frase de que “tienen o llevan una vida de perro”, la verdad es que hay perros que viven mejor que los seres humanos, pero lo mismo podrían vivir felices con tan pocas cosas, sólo si se les prodiga amor.
Kiko vivió feliz al lado de nosotros hasta que llegó a los 13 años, después por necesidad de espacio el porche se convirtió en cochera y fue enviado al patio, un pequeño espacio, donde difícilmente podría ejercitarse como debe ser, aunque no le faltaba agua y comida, le faltó el contacto íntimo de las personas, pues siempre se interpuso una reja entre la familia y él.
Mi hija, su compañera de juego, ahora no podía dedicarle más tiempo, siempre llena de ocupaciones por el trabajo o sus rutinas, pensó que el perro era feliz con el sólo hecho de alimentarlo y enviarlo con el veterinario si presentaba algún malestar, pero yo sé que no era suficiente, la necesitaba a ella y sus caricias y al amor de todos los demás.
Un día mientras me encontraba trabajando, recibí la triste noticia de que Kiko había dejado de existir, mi esposa estaba llorando como si hubiera muerto un familiar cercano, no sabía cómo comunicarle a nuestra hija la triste noticia, pero al fin se enteró y rompió en llanto como si hubiese muerto el mejor de sus amigos, se reprochó el no haber estado junto a él o no haber descubierto algún síntoma que anunciara alguna enfermedad para haberlo enviado al veterinario como otras veces.
Todo fue tan repentino, el perro salió de su perrera temprano, con el semblante triste, como si fuera un viejo aquejado de soledad, no comprendía cómo si escuchaba tanto bullicio durante el día, nadie se acordara de él, solamente por las noches cuando recibía su cena tras la reja, como si fuera un reo que purgara una condena a perpetuidad.
El perro se acercó a la reja, trató de llamar la atención de mi esposa que se encontraba apurada con los quehaceres del hogar, al no conseguir su propósito, solamente se recostó al pie de la puerta de fierro, descansó su cabeza en la loza fría de cemento y cerro sus ojos para siempre a sus 14 años de edad.
¿Que por qué me siento triste?, porque por un tiempo envidié a la mascota, cuando lo veía feliz jugando con mis hijos, acaparando su atención, entonces deseé la vida de perro, pero la lección de vida es muy clara, la vejez es igual para cualquier ser vivo, se llega a vivir en tal soledad, que la muerte llega de tristeza, más que por enfermedad.
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