En una reunión de compañeros universitarios, de esas que se acostumbraban los viernes por la noche, después de haber consentido el término de las clases de la semana, buscando relajarse de las tensiones y generar un ambiente de fraternidad, donde se tratara únicamente de hablar de cosas buenas; acaso eso sólo se podía mantener las primeras dos horas, porque la inhibición generada por el consumo de bebidas etílicas, rompía con las buenas intenciones, y empezando el primero de nosotros a descargar sus aprensiones, los demás esperábamos nuestro turno, para hacer lo mismo, y siendo yo el anfitrión, me conformaba con ser el último en hablar.

No hubo una sola historia que no denotara algún indicio de dolor, algunos, refiriendo fracasos con sus parejas sentimentales; otros, por frustraciones en el logro de metas; no puedo negar el hecho de que más de uno derramó lágrimas, mientras que otros mostraban sus ojos enrojecidos como preludio de llanto; yo esperaba ansioso el momento para tomar la palabra, metí la mano a la bolsa del pantalón y saqué un carta que había recibido de mi padre recién que ingresé a la Facultad de Medicina del Campus Tampico de la UAT, era la única carta que había recibido en dos años y la guardaba como el más preciado tesoro, quería referirme precisamente, al hecho de la importancia de la comunicación entre padres e hijos, pero el entorno se volvió tan deprimente, que decidí no hablar sobre lo que me causaba tristeza, lo que pareció no importarle a nadie de los presentes, quienes se consolaban mutuamente; entonces creí pertinente ir recogiendo platos, vasos y envases vacíos; mientras estaba en la cocina, me entristeció el hecho de que nadie hubiese dejado un tiempo para escucharme, en eso llegó uno de los compañeros llevando en su mano un plato que había olvidado, como me vio muy callado me dijo: Que bueno que a ti no te pasen cosas malas, se ve que te ha ayudado tener un carácter tranquilo. Entonces le contesté: Exhibo una tranquilidad externa, pero igual que ustedes, he enfrentado problemas serios en la vida que te dejan marcado para siempre, pero hoy me tocó escucharlos a ustedes, ya en alguna otra ocasión me tocará hablar a mí. En eso estaba cuando alguien tocó la puerta del departamento y acudí de inmediato, pensando que alguno de los vecinos iba a reclamarnos el estar haciendo ruido en exceso, pero cuál fue mi sorpresa, que el que tocaba era mi padre, traía en una mano una hielera, y en otra el estuche con su guitarra, detrás de él venían dos de sus amigos; antes de que entrara, le sorprendió que lo abrazara con mucho afecto y se percató de que estábamos festejando algo, y ocurrente como era, se concretó a decir: Estaba en lo cierto, presentí que se les había terminado la bebida y además, les faltaba música para animar esta noche bohemia, así es que con permiso y dejen que se acomode el resto de los músicos. Mis compañeros se alegraron mucho de ver lo que estaba sucediendo y lo que faltaba por suceder el resto de la noche, mientras que yo me metí la mano a la bolsa del pantalón y apreté la única carta que mi padre me envió durante toda su vida.
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