Ayer, cuando el miedo sólo existía si se llegaba a tener una pesadilla, o cuando se podía manifestar por el hecho de la comisión de una falta, con motivo de la desobediencia a alguno de nuestros padres; ayer cuando se podía planear con toda calma un fin de semana familiar, siendo uno de los mayores atractivos para la recreación los días de campo a la orilla de los ríos; cuando se disfrutaba no sólo viendo el agua que corría por su cauce, sino que al no estar tan contaminada, con toda confianza se podía nadar, siempre con la recomendación de los mayores, de no introducirse a las partes hondas, mucho menos, meterse al agua sin esperar dos horas después de comer, para que se completara el tiempo de la digestión y no sufrir una congestión. Sí, ayer cuando todos cabíamos en un auto y era obligado llevar una camioneta de modelo no muy reciente para cargar la mesa y las sillas, los alimentos y demás enseres para que no faltara nada y con toda tranquilidad pasáramos parte de la mañana, el mediodía y despedirnos de aquellos hermosos parajes al caer la tarde.
Recuerdo en especial un inolvidable día de campo al Río Corona, cuando siendo parte ya de la familia Rodríguez González, al contraer matrimonio con María Elena, una de las hermosas hijas de Don Aristeo y Doña Tulitas, nos fuimos en dos autos a pasar un domingo, tratamos de llegar temprano, porque muchas otras familias acudían a ese sitio, así es que escogimos un buen lugar y mientras que María Elena junto con mis cuñadas Carolina, Rita y Leticia, le ayudaban a su madre a preparar los alimentos, mis cuñados Jesús, Jorge, Aristeo y un servidor decidimos ir a nadar, en ese entonces nos íbamos con los trajes de baño puestos y dejábamos zapatos y ropa en la orilla, estuvimos un buen tiempo hasta que nos hablaron a comer, yo salí en busca de la ropa pero no encontré mis zapatos donde los dejé, los busqué por toda la orilla, recuerdo que eran unos bostonianos, sumamente pesados como para llevar al rio, pero no tenía otros, así es que, preocupado empecé a preguntarle a todos los asistentes y nadie los vio; supuse que alguien se los había llevado y resignado me fui al auto a terminar de secarme el cuerpo con una toalla y al secarme los pies, estos me dolían mucho porque no estaba acostumbrado a andar descalzo, para distraerme tomé mi cámara de fotografías y empecé a sacarle fotos a la familia y cuál fue mi sorpresa, que la que calzaba mis bostonianos era mi suegra, que pensando, que por el estilo, eran de su esposo, se los había puesto; para dar testimonio de ello, le tomé una fotografía, misma que posteriormente se la mostraba cuando bromeando me decía que yo le había robado a su mejor hija, y yo igualmente le respondía: y usted me robó mis mejores zapatos, y ahora ya sabe lo que es andar en mis zapatos, y ambos soltábamos la carcajada.
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