Nada mejor para animarme y disfrutar el día, que ver a través de la ventana de mi estudio literario, mis ojos no dejan de maravillarse por el verde vida que nos ofrece la naturaleza; pero, no vaya a pensar usted que me encuentro disfrutando mis vacaciones en una siempre anhelada casa de campo, no, lo que me inyecta energía positiva, son las cuatro plantas que me han acompañado en los últimos cuarenta años de mi vida matrimonial.

La primera de ellas fue un regalo de mi madre, es una hermosa y añosa palma de la que suelen llamar cola de pescado, me la obsequió para adornar mi consultorio privado el día que lo inauguré.

La segunda es una Galatea producto de una poda del jardín de mi progenitora.

La tercera de ellas, es una variedad de Galatea de hojas más pequeñas, se la obsequió a mi esposa su madre, mi querida suegrita.

El cuarto, es un helecho real, cuya poda me regalara una vecina, que la verdad, pensé que no prendería porque constaba de una sola hoja, pero, hoy por hoy me siento orgulloso de su esplendor.

Pues bien, quién no podría estar inspirado por tan hermoso escenario, a mí me basta, incluso, para echar a volar mi imaginación, y entonces, introducirme de lleno en la espesura del bosque de mi infancia y mi juventud, allá donde se desprendía el olor a hojarasca húmeda al pisarla, o donde el roce a cualquier arbusto, generaba un aroma imposible de olvidar.

En fin, mi recorrido por aquellos maravillosos parajes siempre me invitaba a soñar despierto y con ello me obligaba a buscar un espacio muy especial entre hierba para recostarme, cerrar los ojos y describir en mi mente aquello que más tarde daría origen al libro de “Las Mil y una Anécdotas” cuyas páginas comparto con ustedes mis estimados lectores los sábados.

Recuerdo que había lugares cuya espesura no permitía que se filtraran lo rayos de sol, entonces, fácilmente se pasaba de un estado de luz a una semioscuridad que asociada a los relatos de los habitantes de San Francisco Santiago N.L., intimidaba al más valiente caminante, con aquellos senderos que no eran frecuentados con tanta regularidad, de hecho, decían que era propiedad privada, pero como todo buen vecino, había paso libre para trasladarse por aquel paraje al que la gente le llamaba “El ojo de agua”, del cual, posteriormente hice un poema que más tarde le agradó a un talentoso músico victorense, quien lo convirtió en una canción.

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