Estaba sentado frente al monitor de la computadora de mi hogar, después de haber tenido un día laboral muy pesado, con mi mano derecha me tocaba la frente, mientras dirigía la mirada al teclado, mi mente permanecía en blanco, era indudable la presencia de la fatiga mental, pero, me resistía a darme por vencido; me decía una y otra vez: Tú puedes, siempre hay algo qué compartir con tus amables lectores; por otro lado, escuchaba una voz que sentenciaba: No te preocupes, ellos entenderán, total, tus lectores no pasan de 30 personas, y además son tus amigos de toda la vida.

Me resistía a creer que sólo fueran 30 las personas que me leen, y también dudaba lo que estaba reportando el Facebook: Salomón has accedido a 30 mil personas desde que te decidiste a compartir tus publicaciones con nosotros.

La verdad estaba cayendo en el juego de la tentación de la vanidad, porque cuando me inicié como articulista, mi mayor deseo fue abrir un canal de comunicación honesta, con aquellas personas que se identificaran con las vivencias que narro, además de tener la satisfacción de haber motivado un interés genuino por recuperar en ello lo más valioso que poseemos lo seres humanos: Nuestro derecho a la felicidad, encendiendo pequeñas luces de recuerdos gratificantes, para renovar nuestra esperanza y sellar las fisuras que se van haciendo en nuestra mente y en nuestro espíritu, debido a las constantes autoagresiones y agresiones que recibimos del entorno.

Me concibo como una entidad emocional sumamente tenaz, procurando no caer en la obsesión, ni en la compulsión de marcar lo dicho como el punto de partida de una nueva vida, o promotor de nuevas esperanzas para realizar un cambio; estoy consciente que para poder convencer, tengo que cambiar primero, y hacer tan evidente la renovación, que pueda humildemente ser sólo un pequeño destello de luz en la oscuridad que tanto generamos al ceder ante el temor, la ignorancia, el deseo, la ambición y otras tantas mezquindades que nos acechan día con día a los seres humanos.

Estaba pues, frente al monitor de mi vieja computadora, con la palma de mi mano tocando la frente, pensando que ya no me era posible exprimir el área de los recuerdos de mi memoria, cuando la inocencia del más pequeño de mis nietos de nombre José, me sacó de la meditación al preguntarme con la voz más dulce y angelical que he escuchado: _Abuelo ¿estas enfermito? ¿Te duele tu cabeza? y al voltear a verlo y seguir en mi silencio, apreciando enormemente la preocupación de un niño de dos años, seguí escuchando y sintiendo cómo su voz fue un bálsamo sanador, al emerger de sus pequeños labios un sensible y milagroso sentimiento de misericordia, tratando de solidarizarse con mi estado anímico, al continuar diciendo: _Yo también estoy enfermito, mira tengo tos y mocos, y enseguida recostó su mejilla sobre mi muslo derecho, abrazándolo con su pequeños brazos.

Señor mío y Dios mío, en verdad estás a mi lado.

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