Cuánta energía derrochada, tanta, como era necesaria para enfrentar los retos de una juventud entusiasta, idealista, progresista, que no se conformó con la derrota anticipada, que no se paralizó debido al temor de sentirse desvalida e insegura; una juventud que se negó a sumirse en la tristeza generada por el desamparo parcial, ni se acobardó ante la competencia desigual. Ahí estaba yo, parado al inicio del camino, observando la longitud y la sinuosidad del mismo, midiendo la dificultad de los obstáculos, pensando que era el único al que le ocurrían situaciones desfavorables, cuando en realidad, había muchas otras personas en igual circunstancia, incluso, con muchos menores recursos para enfrentarse a los retos de la vida.
Cuando salí de las ausencias provocadas por el desencanto, decidido a emprender mi camino, ya tenía muy claro cuál sería mi meta, había hecho conciencia de lo que me ocurría y de lo que no deseaba que me ocurriera, conforme pasaran los años; por eso, tomé para mi beneficio la mejor actitud, blindé mi alma, y acepté la oportunidad que me ofrecía la vida; pero mis sentimientos se exaltaron, traduciéndose en debilidades, de ahí que, algunas veces caí por la imprudencia, otras por mi ignorancia.
Cuánto camino he recorrido hasta ahora, sin duda, fui más allá del tiempo que me correspondía, entendiendo con ello, que no fue mi voluntad, ni mi fuerza, ni mi valentía, la que mi impulso a hacerlo, fue algo más grande, más fuerte e infinitamente más valeroso, que vivió en mí, sufrió por mí y me brindó todo su apoyo; que lo hizo todo por amor.
Ayer como ahora, sigo caminando, aprendiendo de las experiencias que me brinda el presente, sintiendo la presencia de quien nunca me ha abandonado y nunca me ha dejado de amar: Jesucristo, mi padre, mi amigo, mi hermano.
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