Hace unos días platicaba con mi madre sobre las maravillosas oportunidades que nos ha dado la vida de pasar juntos las vacaciones; ella cuenta en estos momentos con 88 años, y aún guarda recuerdos muy gratos de aquellos eventos familiares; especialmente, recuerda las visitas que nos hacía en el verano, en la ciudad y puerto de Tampico, ayer, cuando cursaba la carrera de medicina.

En aquel entonces, la mayoría de mis 9 hermanos eran niños y adolescentes, de ahí que, aquellos eventos se significaban por la generación de gran diversión, puedo asegurar que el disfrute era pleno y para mí era doblemente estimulante, pues el sólo hecho de pasar unos días al lado de mi madre me hacía regresar en el tiempo para disfrutar de su amada compañía y sus deliciosos guisos, ya que nuestro menú de estudiantes era muy limitado en cuanto a variedad y casi todos los compañeros añorábamos la comida casera preparada por nuestra progenitora.

La playa, sin duda, era el lugar preferido por mis hermanos, incluso, mi madre se animaba a meterse al mar, pero vivía angustiada ante el arrojo de Virgilio, Martín y Manuel, pues no medían el peligro y se aventuraban a nadar un poco más allá de los límites habituales para los paseantes; a mí me agradaba permanecer cerca de ella, tratando de calmar sus nervios para que disfrutara su estancia.

Después de varias horas en la playa, y mostrando los evidentes efectos en la piel debido a la prolongada exposición a los rayos solares, regresábamos exhaustos al departamento que rentaba, se elaboraba una lista para ocupar la regadera y cuando el último terminaba del baño, nos preparábamos para deleitarnos con la suculenta cena que preparaba nuestra madre; y al poco rato, mis hermanos, uno a uno, iban cayendo en los brazos de Morfeo, hasta que la sala y las habitaciones semejaban un campo de refugiados.

Como si regresáramos la película a aquellos años, hoy, cuando mi madre escucha que estamos de vacaciones, me dice:

– ¿Te acuerdas hijo, qué felices éramos en aquel tiempo?

– Sin duda lo fuimos -le contesto-.

Entonces, en aquel silencio de su recámara, observo cómo la dulce mirada de esa gran mujer y mejor madre, se perdiera en el horizonte, allá, donde parece que el agua del mar se besa con el cielo, para repetirme de nuevo:

– ¿Te acuerdas hijo, qué felices éramos en las vacaciones, cuando te visitábamos en Tampico?

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