Si te tengo a ti, lo tengo todo, eran las palabras que solía decirle a mi madre cuando niño, en la adolescencia y en mi juventud; después, esas mismas palabras se las repetí a María Elena cuando formalizamos nuestro noviazgo, las mismas que le repetí tantas veces cuando por fin nos casamos; después vinieron los hijos y mi frase cambió a: si tengo a mi madre, te tengo a ti y a nuestros hijos lo tengo todo; después vinieron mis nietos, y de nuevo reformé el lema agregándolos a ellos, y agregué también a mis mejores amigos. Un buen día, me pregunté por qué decía eso, y llegué a la conclusión que era mi manera de decirles que los amaba, y que el amor que sentía  por todos ellos llenaba todas mis necesidades afectivas, pero, inexplicablemente mi espíritu seguía inquieto, a pesar de sentir que lo tenía todo, sin duda había algo más que me faltaba; muchas veces me pregunté a qué se debía esa sensación que me causaba una gran tristeza, algo había ocurrido en mi ser en un tiempo muy lejano, tan lejano que sólo existía un espacio en mi corazón y mi mente, que permanecía vacío, y no había podido llenar con el amor que le prodigaba a mi familia y amigos.

Ha pasado mucho tiempo desde que dejé de preguntarme aquello que se ha consolidado con los hechos; sin darme cuenta, el espacio  vacío se llenaba de un amor aún más intenso, no sólo por los que ya amaba, sino por el mismo origen de dónde provenía. Ahora sé, que cuando me alejo de la fuente principal del amor, me invade la tristeza; ahora sé, que todo lo que soy, y que todo lo que tengo, proviene de mi Creador, del cual, sin tener plena conciencia me alejaba, pensando que lo único que debía de tomar en cuenta para ser feliz, era lo que existe en mi entorno al alcance de mis sentidos.

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