Era una mañana sumamente fría en la tierra bendita de mis abuelos maternos, Don Virgilio Caballero Marroquín y Doña Isabel Saldivar Salazar,  de esas mañanas, en las que uno se resiste a levantar de la cama; y mientras el cuerpo se mantenía agradablemente cálido, gracias a una gruesa colchoneta fabricada a mano por la abuela Isabel, mis desnudos pies no compartían la misma confortable sensación, porque los calcetines se habían extraviado entre las sábanas debido al continuo roce de los mismos para mantener el calor, y que sin desearlo, se asomaban por el borde inferior del colchón de lana de borrego, elaborado también, por las hermosas manos de mi adorada Chabelita; el contacto del artesanal “cubre suelo” tal vez por su grosor, no aislaba lo suficiente al cuerpo, del piso frío de cemento afinado de aquella habitación conocida como el salón, y por ende, se activaban los sensores de la temperatura baja, y con ellos la alarma para despertar, ya sea para arroparse mejor o para levantarse a realizar las tareas asignadas con anticipación.

Los  sanitarios de aquella época, se conformaban por un par de letrinas que estaban instalados fuera de la casa, pero  llegar a ellas, en invierno, era todo un suplicio, pues se tenía que recorrer a cielo abierto, aproximadamente de 8 a 10 metros y apenas asomaba la cara, el aliento se condensaba. Ocurría en ocasiones como aquel día en particular, que al llegar a letrina sanitaria, estas se encontraban ocupadas por alguien más madrugador que yo, y mientras esperaba turno, decidí observar el maravilloso espectáculo de otros años de mi infancia: el rocío congelado sobre las plantas y los hilados de las arañas con igual característica; confieso, que nunca pude contenerme y acercaba mi brazo para deslizar mi mano sobre las hojas y sentir la escarcha. Años después, ya no había letrinas, ni plantas, ni siquiera telarañas, y el frío, sin necesidad de ver mi aliento condensado, enfriaba igualmente mi cuerpo a pesar de estar cubierto con suéter y chamarra, se estaba helando, como helado era el ambiente otrora cálido, teniendo la sensación como si hubiese siempre estado desnudo a la intemperie.

La distancia que hay entre un cálido recuerdo de la infancia y una gélida vivencia en el presente, sólo puede ser medida con el amor que guardas en tu corazón, por todo aquello que te hizo feliz en la vida.

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