Cuando estudiantes universitarios, mis compañeros de casa y yo, teníamos un presupuesto muy restringido, por lo que siempre que alguno lograba obtener algo de dinero extra, lo celebrábamos preparando una comida especial; como el rol que a mí me tocaba era el de cocinero, tenía que pulirme en la preparación de nuestros sagrados alimentos, aunque cabe mencionar que mis únicos enseres de cocina se reducían a una pequeña estufa de gas con dos parrillas, un viejo sartén de regular tamaño, una cuchara grande, un vieja percoladora con capacidad para dos litros, cuatro platos de melanina planos y cuatro hondos, cuatro tenedores, cuatro cucharas y cuatro cuchillos, todos de medio uso o más bien, de uso y medio.
Uno de nuestros amigos logró vender un viejo radio de transistores, así es que nos llegó con la novedad de que era “rico” y que compartiría su fortuna con nosotros, de inmediato surgieron las propuestas para hacer el mejor uso del dinero, uno propuso comprar botana y dos caguamas y nos pusiéramos a jugar dominó y fue secundado por otro amigo, otro prefería que compraremos todo lo necesario para elaborar unos sándwiches de jamón, porque normalmente comprábamos mortadela, pero como yo era el cocinero oficial les propuse hacer un suculento caldo de res, ya que por esas fechas aún estábamos en invierno, nadie se pudo resistir a mi oferta y nos fuimos a comprar todo lo necesario.
Llegamos a la carnicería que era atendida por Don Fili, el cual ya nos veía como sus cuates y solicitamos su consejo para comprar la “mejor” carne y aquel buen hombre no titubeó en recomendarnos el chambarete, después fuimos al departamento de verduras y compramos un pedazo de repollo y coliflor, cilantro, dos zanahorias, dos papas y dejaríamos las tortillas para el último pues estas deberían de estar calientitas a la hora de disfrutar aquel potaje.
Llegamos a nuestro hogar temporal y mis compañeros me dejaron solo para que nada perturbara mi fino trabajo culinario, me dirigí al espacio que teníamos destinado como cocina y hasta entonces reparé en que no teníamos una olla para el cocimiento de aquella mezcla de verduras y carne, pensé en solicitarle al vecino de la primera planta, pero jamás logré conocerlo y me dio pena hacerlo; de pronto, me acordé de la vieja percoladora eléctrica de aluminio que mi madre me había obsequiado y que como comenté anteriormente tenía capacidad para dos litros, y que por cierto yo se la acepté a mi progenitora por el hecho de que cuando estudiábamos por las noches tomábamos una barbaridad de tazas de café para evitar dormirnos; así es que puse manos a la obra y en menos que canta un gallo ya estaba el caldo hirviendo en aquella improvisada olla; me fui por un libro para repasar un tema y esperé pacientemente a que saliera el caldo, de pronto se me ocurrió checar el avance de mi obra y cuál fue mi sorpresa que ya se había consumido la mitad del agua, por lo que de nuevo la llené, pero antes toque el famoso chambarete y estaba más duro que un chamorro de futbolista, probé el cado y la vedad no sabía a nada que yo hubiese probado antes y para colmo las verduras se estaban convirtiendo en puré tipo Gerber, de pronto escuche a los compañeros que ya exigían su comida y entonces sufrí una crisis de pánico, por lo que saqué la carne de la percoladora, la puse en el sartén con aceite, apachurre un par de tomates con la técnica de mi compadre Toño (o sea con las manos) le aventé un par de dientes de ajo, y después le puse medio cuadro de pollo (consomé) al mentado caldo y el olor de aquel “manjar” atrajo irresistiblemente a los hambrientos comensales, para entonces ya tenía habilitado como mesa el baúl que el tío William le había heredado a mi padre, y éste a mí, y sobre ella los cuatro platos hondos, las cucharas, tenedores y cuchillos, las servilletas y un salero. Cabe mencionar que ninguno de los que comimos aquel brebaje y aquella carne a la “despreocupé” se quejó, pero, tuve que renunciar a mi carrera como Chef por razones obvias.
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