El clima frío no es de mi agrado, mas en tiempos de mi adolescencia, no le ponía ningún pero al hecho de que en invierno, después de haber dormido cálidamente, nada más despertando y después del consabido estiramiento tipo felino, me levantaba inmediatamente para asomarme por la ventana de mi habitación, con la esperanza de encontrarme un entorno cubierto de nieve; este evento maravilloso lo pude contemplar por primera vez el 9 de enero de 1967, cuando contaba con 14 años, un año antes de que cambiara nuestra residencia de la ciudad de Monterrey, Nuevo León a nuestra amada ciudad Victoria.

Mucho antes de que ocurriera esto y siempre alentado por algunos relatos infantiles contados por los mayores, me imaginaba cómo se habría de sentir el deslizarse cuesta abajo por una gruesa capa de nieve a bordo de un trineo, construir el típico mono o jugar a lanzarnos bolas de nieve; en fin, cuando sucedió el fenómeno climático referido, en el lugar donde me encontraba, acaso pudimos hacer un pequeño homúnculo, pero lo disfrutamos a lo grande.

La primera vez que desprecié el clima frío fue cuando cursaba el primer año de primaria, recuerdo que en una práctica escolar sobre la germinación de las semillas, había colocado en un frasco de vidrio un algodón empapado de agua y unas cuantas semillas de frijol, y poco a poco, descubrí el milagro señalado, pero llegó el momento en el que el tallo de las plantas fue muy largo y amenazaba con quebrarse debido a su aspecto frágil, entonces decidí trasplantarlas a una maceta, con ayuda de mi madre, que por cierto, había heredado de mi abuela Isabel la “buena mano” para que cualquier planta o fracción de ella lograra sobrevivir al trauma de cambiarla de su hábitat, y resulta que aquellas plantas siguieron creciendo, florecieron y en cada etapa de su desarrollo me sorprendía más y me iba enamorando de aquellas plantas, a las que me daba por hablarles cada vez que las visitaba, después de regresar de la escuela.

Era la temporada próxima a la llegada del invierno y la luz del sol se sentía cada vez más débil y los días parecían más cortos, por lo que decidí colocar la maceta en la cornisa de una ventana, y con satisfacción veía cómo iban formándose las vainas de los ejotes; pero una noche se presentó una helada y las plantas sufrieron lo inevitable, cuando llegué de la escuela contemplé su triste aspecto, llorando de tristeza me culpé por el descuido y después arremetí contra el inclemente clima; mi madre al escuchar aquel escándalo acudió presurosa, me preguntó sobre lo ocurrido, y le narré el motivo de mi congoja, en seguida me abrazó y me cubrió de besos, llegando a mí el consuelo; ella me contó una breve historia sobre los motivos de Dios para la existencia de las estaciones del año, y tuvo buen cuidado que no me quedara con el resentimiento de la culpa por el olvido de haber dejado a mis plantas expuestas al frío.

Años después un invierno muy frío, mi abuelo Virgilio Caballero padre de mi madre, nos despertó muy de madrugada a mi primo Gilberto y a mí, la abuela Isabel nos abrigó muy bien y nos colocó una gorra de franela con orejeras, (como la que usaba el Chavo del 8) y después de tomar una taza de café negro muy caliente, nos subimos al camión Torton y nos dirigimos al rancho ubicado en Canoas, donde ya lo esperaban muchos trabajadores, quienes empezaron a poner llantas viejas cercanas a los naranjos a las cuales prendieron fuego a la orden de Don Virgilio, por él supe que esa maniobra evitaría que se helaran los árboles y recordé cuánto había sufrido yo por unas cuantas plantas de frijol y cuál sería en esos momentos, el gran sufrimiento del abuelo al ver en riesgo su huerta.

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