Cuando niño disfrutaba mucho de las reuniones donde convivíamos con mi padre, tal vez, porque era ésta una maravillosa oportunidad de sentirme parte del modelo de familia que había idealizado; la presencia de mi progenitor significaba mucho para mí, ya que debido a sus continuas e inexplicables ausencias, no lograba consolidar una parte importante de mi personalidad: el sentimiento de seguridad, que por cierto, si en gran parte el fortalecimiento de este sentimiento dependía de mi madre, ella tenía que enfrentar múltiples dificultades para mantener la cohesión del hogar.

Pues bien, gustaba en esa etapa de mi vida, llamar la atención de mi padre, mostrando agrado por sus capacidades artísticas y su ingenio; y queriendo tener algo que lo representara en su ausencia , me propuse motivarlo para que se desprendiera de su anillo de graduación; recuerdo que se lo pedí infinidad de veces , pero él siempre me decía que sería para aquel hijo que se graduara primero; imaginen a un niño de primaria tratando de llegar a la meta lo más pronto posible y teniendo la desventaja de que mi hermano Antonio era el mayor y podría acceder primero que yo.

Cuando salí de la preparatoria, mi padre me llamó un día y me dijo: este anillo deberá de pertenecer al hijo cuyo nombre sea el de Salomón Beltrán y te ha tocado a ti en suerte llamarte como yo, por lo tanto, desde este momento es tuyo; ese ha sido uno de los momentos más felices en mi vida, porque más que pretender el objeto por su valor, éste significaba tener el aprecio de mi padre; en mi mente me repetía una y otra vez: tiene que ser así, nadie que sepa lo que cuesta tener una carrera profesional con sacrificios, podría desprenderse de su anillo de graduación, a menos que su amor sea más grande por el beneficiario, que el aprecio que se le puede tener a este símbolo de superación.

El anillo me quedaba sumamente grande, por lo que tuve que reducir su diámetro con cinta adhesiva y lo porté desde ese momento con tal orgullo, que incluso, llegué a considerarlo mágico, pues el hecho de tenerlo siempre conmigo, me regresó la seguridad en mí mismo.

El anillo me acompañó en mi incursión por la facultad de Medicina de la UANL cuando aspiré a forjarme en la misma Alma Mater que mi padre, mas quiso el destino que coincidiera mi llegada con una huelga estudiantil cuyo propósito era destituir al Rector, así es que en la primera asamblea el comité de huelga arremetió también contra los foráneos, aludiendo que aquellos que procediéramos de Estados donde existiera una facultad o escuela de Medicina, tendríamos que retornar a nuestro lugar de origen; no hubo forma de conciliar ese interés con los huelguistas y el ajetreo me trajo por consecuencia, amén de una depresión, el agenciarme una fiebre tifoidea de pronóstico reservado, caí en cama un mes entero, tratándome, el galeno que me diagnosticara, con cloranfenicol, antibiótico sumamente agresivo que terminó por debilitar mis defensas, prolongando mi restablecimiento a casi dos meses.

Pasé mi convalecencia en la casa de mi abuelo Don Virgilio Caballero Marroquín, ubicada en San Francisco, Santiago N.L., quien además de darme hospedaje y comida, me dio trabajo como chofer de un auto de sitio. Atendí ese oficio por varios meses, y un día lluvioso, en una curva el auto derrapó, logré mantener el vehículo sobre la cinta asfáltica, pero finalmente la parte trasera chocó contra un terraplén, dándonos tremenda sacudida a los ocupantes, afortunadamente pude continuar la marcha y llevar a su destino a los usuarios y después me reporté con el abuelo, que generosamente me consoló; cuando pude quedar calmado, me di cuenta que había perdido el anillo que me regalara mi padre, lo busqué mucho y no lo encontré, por lo que ofrecí una recompensa por él.

Cuando inició el curso en la escuela de Medicina de Tampico, me despedí de mis abuelos y me inscribí en el mismo.

Al paso de un año, recibo la llamada de mi tía Concepción, hermana de mi madre, avisándome, que había localizado a una persona que parecía que traía un anillo como el que había extraviado, esperé el fin de semana y me fui a San Francisco, mi tía mandó llamar a la persona y éste me mostró la sortija, efectivamente, era mi anillo, pero no me lo quería devolver pues decía que él lo había comprado y había muchos iguales, le pedí que viera en el interior y ahí encontraría grabadas las iníciales del nombre de mi padre, aceptó la recompensa, y actualmente el anillo se encuentra a buen resguardo, esperando ser heredado al futuro hijo de mi único hijo varón, siempre y cuando lleve por nombre Salomón.

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