Ayer, cuando me acogía la inocencia de la infancia y me asaltaba una de tantas veces la nostalgia, me dirigí al traspatio de la casa de los abuelos maternos, buscando un lugar solitario para ponerme a meditar; recuerdo que primero hice un recorrido por aquel extenso solar, donde abundaban los árboles frutales, y sólo me detuve, cuando me llamó la atención, que del tallo de uno de estos maravillosos hermanos, escurría un sustancia que iba de un color de amarillo a anaranjado, mi curiosidad me llevó a tocarla y su consistencia, aunque blanda, tenía la tendencia a cristalizarse, después de olerla, pasé a probarla y no me agradó el sabor, en esos momentos, alguien a mi espalda me habló, diciendo que se trataba de una resina; pero yo le rebatí su aseveración diciéndole que eran las lágrimas de los árboles, que aparecían cuando a ellos les dolía algo; como cuando reciben una herida o están enfermos, y aquel hombre que me daba la explicación, me dijo que estaba en lo cierto; que era una sustancia que sanaba las heridas de los árboles. Entonces decidí sentarme sobre un reborde de cemento, que otrora había sido una jardinera rectangular, que seguramente había albergado algunas plantas de la abuela Isabel; el hombre aquél hizo lo mismo; como permanecía yo en silencio, me dijo: _Si quieres me voy para que sigas pensando. Extrañado le pregunté por qué sabía que quería estar a solas para pensar, y me contestó: _¿Acaso no es por eso que estás en este sitio? Y asentí con la cabeza. Entonces te dejo a solas para que encuentres lo que buscas. La verdad, le dije, yo no quiero estar solo, lo que pasa es que de pronto me siento triste y me dan ganas de llorar, y no me gusta que nadie me vea hacerlo. Llorar es bueno, dijo el hombre aquel, así como los árboles derraman las lágrimas de resina cuando sienten dolor, cuando alguien los hiere, esa pegajosa sustancia anaranjada empieza a cubrir el área que ha sido lastimada para que sanen las heridas. Entonces, observe el tronco del árbol y efectivamente, tenía una herida provocada posiblemente por el filo de algún machete, después miré mis brazos y mis piernas en busca de alguna lesión. Mi acompañante, entonces, me dijo: _Las heridas que tú tienes no las encontrarás en esos sitios, se encuentran en un lugar donde las lágrimas que derraman tus ojos no pueden sanar; pero no te preocupes, yo me encargaré de que sanen, pero eso no será pronto, y tú me ayudarás a su debido tiempo.

Hasta entonces me di cuenta de que me había quedado dormido al pie de aquel árbol herido y que mis mejillas se encontraban húmedas. Hasta ahora no he podido entender el motivo por el cual siempre que me asalta ese sentimiento, tiendo a aislarme, pero, seguramente hay situaciones que para su debido conocimiento, requieren de mayor tiempo y de la quietud que nos ofrece la amabilidad de un entorno natural, para encontrar la paz interior, sobre todo, después de que hemos sido heridos tan profundamente.

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