Cuando de niño sentía que el miedo me amenazaba, cerraba los ojos y pensaba en mi padre, entonces, poco a poco el temor se iba desvaneciendo, mi padre era grande, era fuerte, pero sobre todo me amaba.
Cuando niño, una vez abrí los ojos al sentir que el miedo me acechaba, entonces busqué a mi padre, él era grande, él era fuerte, él no podía ocultarse en aquella oscuridad tan fácilmente, pero sólo me encontré con las sombras de los objetos inertes de aquella habitación sombría, y el miedo se acentuó y preferí cerrar los ojos.
Cuando niño, el miedo llegó a paralizarme, al grado de despertar de mis terribles pesadillas y no poder hablar, pero en la desesperación y al sentir cerca la muerte, por fin pude gritar, entonces, apareció una bellísima luz y se iluminaron mis pensamientos oscuros, aquella claridad que irradiaba un amor inconcebible, emitió una suave, tierna y amorosa voz y me dijo: “No temas, ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?”
Cuando niño, me sentí arropado por un fino manto protector, de donde emanaba un exquisito olor a rosas, y el miedo y mis terribles pesadillas se marcharon para siempre.
Siendo ya un hombre, no he querido dejar de sentirme niño, porque eso me da la seguridad de que mi Madre siempre está conmigo en los momentos en que se asoma el miedo a mi vida, y cuando ella, por algún motivo, parece ausente, en lo más profundo de mi corazón, escucho sus palabras amorosas y el olor a rosas invade el lugar donde me encuentro.
Hoy, ya no hay más miedo en mi vida, si acaso, desesperación por tener siempre conmigo a mi madre.
Si tú tienes fe como la mía, no te olvides de pedirle a tu Madre que interceda por todos nosotros ante Dios, para que el miedo no oscurezca nuestras vidas y permanezca la luz perpetua encendida, para encontrar siempre el camino para ir al encuentro con el Padre.
“Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo: El que me sigue, no camina a oscuras. Sino que tendrá la luz de la vida.” (Jn 8:12)

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