Lo juro. Lo intenté.

Traté de no caer en la tentación, pero un escenario no dejó de machacarme la memoria en alusión a la negativa de Andrés Manuel López Obrador de sostener uno o más debates fuera de los obligatorios, con sus dos principales contrincantes por la Presidencia de la República.

¿Y sabe qué?

El dueño de MORENA tiene razón en ese rechazo. Le sobra razón.

Para tratar de explicar el porqué de esta percepción personal, recapitularé si me permite en un suceso registrado años atrás. Ya bastantes por cierto.

Corría el año 1994.

Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, a la sazón candidato por segunda vez del Partido de la Revolución Democrática al Poder Ejecutivo, era en la opinión de muchos –como hoy sucede con López Obrador– el favorito para ser el nuevo inquilino de Los Pinos.

El entonces IFE –Instituto Federal Electoral– convocó al primer debate en la historia entre candidatos presidenciales, para celebrarse el 12 de mayo del año mencionado. Además de Cuauhtémoc participaron sólo dos aspirantes más: Diego Fernández de Cevallos por Acción Nacional y Ernesto Zedillo Ponce de León por el Revolucionario Institucional.

Todos daban por muerto electoralmente a Zedillo y al PRI, a esas alturas todavía azorado por el asesinato de Luis Donaldo Colosio, su candidato original; mientras que al “Jefe” Diego le auguraban el papel de bufón.

El resultado todos lo conocemos. Cárdenas fue apabullado y ridiculizado por Fernández de Cevallos, quien hizo trizas al perredista, que no alcanzaba a articular argumentos coherentes ante las andanadas de un tribuno experto como el panista. Zedillo, hábilmente se enconchó en el papel de espectador y mostró una figura conciliadora y serena, sin caer en el zipizape verbal.

Cuauhtémoc llegó como triunfador y salió con la etiqueta de la derrota anunciada. El ganador del debate fue Diego, pero de inmediato casi desapareció en la búsqueda de votos y el saldo final fue el que menos esperaban.

Ernesto Zedillo, gracias a su tono paternal, mesura y perfil de honestidad, logró lo que en décadas no ha vuelto a alcanzar ningún otro Presidente: Más del 50 por ciento de los votos, para gobernar realmente a la mayoría de los mexicanos de entonces.

La historia, dicen, suele repetirse.

Hoy, un ganador con raíces perredistas, que se considera predestinado hasta formar inclusive su gabinete antes de siquiera empezar la campaña, está en la antesala de los debates. Un fajador panista espera su turno y un priísta con imagen confiable, de tonos medidos de voz, con aureola de honestidad, observa los hechos.

Si no fuera por los nombres diferentes, parecería una escena del pasado. Los perfiles son similares hasta decir basta.

Esto lo tiene claro Andrés Manuel. Sabe que en los debates podría perder gran parte de su capital político y no arriesgará más allá de lo que la ley lo obliga a cumplir. Si en tres confrontaciones calculan que podría perder hasta el 30 por ciento de sus simpatías, imagínese lo que dejaría en el camino si accediera a dos encuentros más para sumar cinco oportunidades de oro para sus rivales.

Es evidente, en mi opinión, lo que pretende AMLO.

Tratará de seguir avanzando, tratará de seguir cooptando votos virtuales, tratará de ampliar la ventaja que según las encuestas posee. Todo, para que el margen entre él y sus adversarios sufra sí, pero no lo suficiente como para dejarlo fuera de la contienda. Cuando llegue la hora del debate, de acuerdo a esa posible visión, estará blindado para dejar ir 4, 5 y hasta 7 puntos.

¿Lo logrará?

Es difícil aventurarlo. Son tres encuentros y en todos será el rival a vencer. De él depende salir como Cuauhtémoc o escribir una nueva historia en la política mexicana…

 

LA FRASE DEL DÍA

“Los mentirosos hacen las mejores promesas…”

Pierce Marrón

 

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